Laclau/Mouffe — Hegemonía y estrategia socialista, Introducción y cap. 1 ‣ Resumen de Vanessa García

Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987, Introducción y capítulo 1.
Síntesis y resumen de Vanessa García de Jesús

SINTESIS


En este texto, realizado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, se analiza y expone el desarrollo de la hegemonía dentro del capitalismo. En la introducción se menciona la transformación de los izquierdistas a lo largo de la historia, además se presenta un debate de lo que son las luchas sociales y cómo estas marcan la historia del capitalismo, clasificándolas como excesos en la normalidad de la sociedad. Enseguida se comienza tocando el punto de cómo fue cambiando el concepto de hegemonía, poniendo como definición central el pensamiento de Gramsci. En los apartados siguientes se comienza a problematizar quiénes conforman el grupo hegemónico, en este caso es el proletariado —tomando como referencia a Rosa Luxemburg y Kautsky— y qué intereses hacen la unidad para que se agrupen y puedan conseguir sus objetivos. Estas prácticas de unión o fragmentación de la “clase obrera” — poniéndola en un punto neutro sobre las demás clases— provoca conflictos en el pensamiento marxista hasta llegar a una crisis teórica y práctica de sus postulados, esto arroja tres probables respuestas ante esta crisis mediante diferentes visiones que son: La constitución de la ortodoxia marxista, en segundo lugar el revisionismo, y por último el sindicalismo revolucionario. 

Resumen


Introducción


En el pensamiento de la izquierda aparecen transformaciones históricas. Pero lo que ha sido cuestionado es la forma de concebir al socialismo y a las vías que habrán de conducir a él. Todo lo que concede al conjunto de fenómenos nuevos y positivos están también en la base de aquellas transformaciones que hacen imperiosa la tarea de recuestionamiento teórico; esto implica conflictividad social para el avance hacia sociedades más libres, democráticas e igualitarias. Esta proliferación de luchas se presenta como un exceso de lo social respecto a los cuadros racionales y organizados de la sociedad.

Así que lo que está en crisis es una concepción del socialismo fundada en la centralidad ontológica de la clase obrera, en la afirmación de la Revolución como momento fundacional en el tránsito de un tipo de sociedad a otra, y en la ilusión de la posibilidad de una voluntad colectiva perfectamente unida y homogénea que tornaría inútil el momento de la política. El carácter plural y multifacético que presentan las luchas sociales contemporáneas ha terminado por disolver el fundamento en el que se basaba este imaginario político, y ha generado una crisis teórica.

El análisis estará constituido por las transformaciones del concepto de hegemonía, pues  detrás de este concepto, se esconde algo más que un tipo de relación política complementario de las categorías básicas de la teoría marxista; con él se introduce una lógica de lo social que es incompatible con estas últimas. La lógica de la hegemonía se presentó desde el comienzo como una operación suplementaria y contingente, requerida por los desajustes coyunturales respecto a un paradigma evolutivo cuya validez era esencial o “morfológico”. La expansión y determinación de la lógica social implícita en el concepto de “hegemonía” es la que nos provee de un anclaje en su especificidad , a la vez que nos permite bosquejar una nueva política para la izquierda, fundada en el proyecto de una radicalización de la democracia.

1. Hegemonía. Genealogía de un concepto


“Hegemonía” hará alusión a una totalidad ausente y a los diversos intentos de recomposición y rearticulación que, permiten dar un sentido a las luchas y dotar a las fuerzas históricas de una positividad plena. Con Gramsci, el término adquiere un tipo de centralidad: “hegemonía” es el concepto clave para la comprensión del tipo mismo de unidad existente en toda formación social concreta.

Los dilemas de Rosa Luxemburg


Rosa Luxemburg discute un tema preciso: la eficacia y el sentido de la huelga de masas como herramienta política; pero este tema implica, la consideración de los problemas vitales para la causa socialista: la unidad de clase obrera y el curso de la revolución. El sentido del espontaneísmo luxemburguiano, se puede representar tras la unidad entre lucha económica y lucha política –es decir, la unidad de la clase obrera en cuanto tal− que es la resultante de este movimiento de realimentación e interacción. Pero, a su vez, este movimiento no es otra cosa que el proceso de la revolución. Y el espectáculo es la fragmentación entre distintas categorías de obreros, entre diversos movimientos reivindicativos, entre lucha económica y lucha política, pero la fragmentación no es un hecho aislado: es un efecto estructural del Estado capitalista, que sólo es superado en un clima revolucionario.

Cuando Rosa Luxemburg se refiere a la unidad de la clase, su posición es clara: en la sociedad capitalista la clase obrera está necesariamente fragmentada, y la recomposición de su unidad sólo se da en el proceso mismo de la revolución. Pero la forma de esa composición revolucionaria la constituye una operación muy específica, lo que está en juego no es tan sólo la complejidad y variedad propias de una dispersión de luchas, sino también la constitución de la unidad del sujeto revolucionario a partir de dicha complejidad y variedad. Al intentar determinar el sentido del espontaneísmo luxemburguiano, debemos concentrarnos también en las relaciones que éstas establecen entre sí y en los efectos unificantes que se siguen de las mismas. Y el mecanismo de unificación en una situación revolucionaria. En una situación revolucionaria, el sentido de toda movilización aparece desdoblada de parte de sus reivindicaciones literales específicas pues cada movilización representa al proceso revolucionario como conjunto; y estos efectos totalizantes son visibles en la sobredeterminación de unas luchas por otras. La unidad de la clase obrera es una unidad simbólica: con esto Rosa Luxemburg establece una distancia con los teóricos ortodoxos, para quienes la unidad de la clase está dictada por las leyes de la infraestructura. Aquí, comienzan los problemas, ya que para Rosa Luxemburg la unidad que se constituye como resultante de este proceso es una unidad muy precisa: es la unidad de clase, sin embargo, la lógica misma del espontaneísmo parecería implicar que el tipo de sujeto unitario resultante debería ser indeterminado. Así, el texto de ella menciona que todo sujeto tiene que ser un sujeto de clase.

Analizando los postulados se encuentran limitaciones, y una de las más importantes es la lógica del espontaneísmo y la lógica de la necesidad que no confluyen como dos principios distintos y positivos a explicar determinadas situaciones históricas, sino como dos lógicas antitéticas que solo interactúan entre sí a través de la limitación recíproca de sus efectos. La lógica del espontaneísmo es una lógica del símbolo en tanto opera, a través de la subversión de todo sentido literal. La lógica de la necesidad es una lógica de lo literal: opera a través de fijaciones, que establecen un sentido que elimina cualquier variación contingente. Pero la relación entre ambas lógicas es una relación de fronteras, que pueden expandirse a una u otra dirección, pero que no logran nunca superar el dualismo irreductible que se ha introducido en el análisis.

En realidad, asistimos aquí a la emergencia de un doble vacío. Vista desde la categoría de “necesidad”, la dualidad de lógicas se confunde con la oposición determinable/indeterminable, que señala tan sólo los límites de operatividad de dicha categoría. Pero lo mismo ocurre desde el punto de vista del espontaneísmo: el campo de la “necesidad histórica” se presenta como límite a la operación de lo simbólico.

Si ampliamos esta área correspondiente a la necesidad histórica, se puede observar que: o bien el capitalismo conduce a través de sus leyes necesarias a la proletarización y a la crisis; la fragmentación entre las distintas posiciones de los sujetos deja de ser un “producto artificial” del Estado capitalista y adquiere caracteres permanentes. Si por el contrario, movemos la frontera en el sentido opuesto, al punto que la identidad clasista de los sujetos políticos pierda su carácter necesario.

La limitación de efectos que las “leyes necesarias” operan en su discurso funcionan también en otra dirección: como limitación de las conclusiones políticas. La función de la teoría no era la de elaborar las tendencias observables, sino garantizar el carácter transitorio de dichas tendencias. Hay así una escisión entre “teoría” y “práctica” que es claramente el síntoma de una crisis.

El grado cero de la crisis


La lucha de clases es un típico documento kautskiano, que presenta una unidad inescindible entre teoría, historia y estrategia. El paradigma es simple, por cuanto Kautsky nos presenta una teoría de la simplificación de la estructura social y de los antagonismos en el interior de la misma. La sociedad capitalista avanza hacia una concentración de la propiedad y la riqueza en manos de pocas empresas; entonces hay una rápida proletarización y una creciente pauperización de la clase obrera. Esta pauperización y las leyes del desarrollo capitalista impiden una real automatización de esferas y funciones en el interior de la clase obrera. La simplicidad del paradigma kautskiano consiste en una simplificación del sistema de diferencias estructurales constitutivo de la sociedad capitalista.

Pero este paradigma es simple en un segundo sentido, pues se trataría no tanto de la reducción del número de diferencias estructurales pertinentes, sino cuando se observa la unidad de sentido estructural y ahí se presenta la relación entre la lucha económica y lucha política. El hecho es que las dos no pueden ser separadas. La lucha económica requiere derechos políticos y por otra parte la lucha política es una lucha económica. La unidad de la clase obrera para Kautsky, es el punto de partida, ya que por un cálculo económico es que la clase obrera lucha en el plano político.

Kautsky simplifica el significado de todo elemento o antagonismo social al reducirlo a una localización estructural específica, fijada de antemano por la lógica del modo de producción capitalista. La historia del capitalismo consiste, así, en puras relaciones de interioridad. La transición hacia el capitalismo organizado tornó inciertas las perspectivas de una crisis general del capitalismo. En las nuevas condiciones, tuvo lugar una oleada de luchas económicas exitosas por parte de los sindicatos, los cuales consolidaron su poder organizativo y su influencia en el seno de la socialdemocracia.  Pero en este punto comenzó una tensión constante, en el interior del partido, entre sindicatos y dirección política, que tornó crecientemente problemáticas tanto la unidad de la clase como su determinación socialista.

Esta crisis, aparece dominada por dos momentos fundamentales: la nueva conciencia de la opacidad de lo social, de las complejidades y resistencias de un capitalismo crecientemente organizado; y la fragmentación de las distintas posiciones de los agentes sociales respecto a la unidad que hubiera debido existir entre las mismas.

Primera respuesta a la crisis

La constitución de la ortodoxia marxista


La ortodoxia marxista, se caracteriza porque cumple con el campo de la escisión creciente entre la teoría marxista y práctica política de la socialdemocracia. Esta escisión encuentra el terreno de superación, en las leyes de movimiento de la infraestructura, que aseguran la futura reconstrucción revolucionaria de la clase obrera y que son garantizadas por la ciencia marxista.

Kautsky es consciente de las fuertes tendencias a la fragmentación que operan en la socialdemocracia; oposición entre obreros sindicalizados y no sindicalizados. Es también consciente de que cuanto más predominan los intereses materiales inmediatos, más se afirman estas tendencias a la fragmentación y que la mera acción sindical no garantiza la unidad ni la determinación socialista de la clase obrera. El hecho evidente de que la clase obrera no se orientaba en una dirección socialista, implica la emergencia de un nuevo nexo articulante que no puede ser simplemente referido a la cadena de la necesidad histórica monísticamente concebida.

La ruptura en la identidad de la clase, la creciente dislocación entre las distintas posiciones de sujeto de los obreros, sólo serán superadas por un futuro movimiento de la infraestructura, cuyo advenimiento está garantizado por la ciencia marxista; y el campo de la política sólo puede ser una superestructura en la medida en que es un campo de lucha entre agentes cuya identidad, concebida bajo la forma de «intereses», se ha constituido en otro plano. Esta identidad esencial estaba fija como un dato invariable, respecto a las distintas formas de representación —políticas e ideológicas— en las que la clase obrera entraba. En segundo lugar, la problemática reduccionista trataba las diferencias inadmisibles a sus categorías mediante dos tipos de argumento: los que podemos llamar argumento de apariencia y argumento de contingencia.

En el argumento de contingencia la identidad es reencontrada en una sucesión necesaria de estadios que permite dividir la realidad social presente en fenómenos contingentes y necesarios en términos del estadio que, de acuerdo con la teoría, se aproxima a su madurez.

Finalmente, el paradigma ortodoxo postula una estrategia de reconocimiento. En la medida en que el marxismo pretende conocer el curso de la historia, entender un acontecimiento presente sólo puede consistir en identificarlo como momento en una sucesión temporal fijada a priori.

Las tres áreas de efectos que hemos analizado presentan, un rasgo común: la reducción de lo concreto a lo abstracto. Es precisamente porque lo concreto es así reducido a lo abstracto que la historia, la sociedad y los agentes sociales tienen, para la ortodoxia, una esencia que opera corno principio de unificación de los mismos.

El sujeto de la estrategia era el partido obrero. Kautsky rechazaba con vigor la concepción revisionista, ya que ella involucra, según él, la transferencia de los intereses de otras clases al interior del partido obrero y, por consiguiente, la pérdida del carácter revolucionario del movimiento. Propaganda y organización eran las dos tareas esenciales —en realidad únicas— del partido. La propaganda no tendía a la formación de una «voluntad popular» más amplia sobre la base de ganar nuevos sectores a la causa socialista, sino, esencialmente, a un reforzamiento de la identidad obrera; en cuanto a la organización, su expansión no significaba una participación política creciente en una variedad de frentes, sino la construcción de un ghetto en el que la clase obrera llevara una existencia segregada y centrada en sí misma. Esta progresiva institucionalización del movimiento correspondía a la crisis final del sistema capitalista que vendría del propio trabajo que la burguesía  no llevaba cabo, en tanto que a la clase obrera sólo le correspondía prepararse para intervenir en el momento apropiado. Desde 1881 Kautsky había afirmado: «Nuestra tarea no es organizar la revolución, sino organizamos para la revolución; no hacer la revolución, sino aprovecharnos de ella».

Un buen ejemplo de la forma en que Kautsky concebía a la lucha proletaria lo encontramos en su concepto de «guerra de desgaste». La guerra de desgaste supone tres cosas: 1) la identidad preconstituida de la clase obrera; 2) una identidad igualmente preconstituida de la burguesía, que acrecienta o reduce su capacidad de dominio; 3) una línea de desarrollo prefijada, que da sentido tendencial a la guerra de desgaste. Esta estrategia ha sido comparada a la «guerra de posición» gramsciana, la cual presupone el concepto de «hegemonía». Esto presenta una paradoja. Por un lado este papel se acrecienta cada vez más, en la medida en que el hiato entre «conciencia actual» y «misión histórica» de la clase se amplía y sólo puede ser llenado desde el exterior, a través de una intervención política. Pero por otro lado, como la teoría en que la intervención política se funda como conciencia de una determinación necesaria y mecánica, el análisis se vuelve cada vez más determinista y economicista en la misma medida en que la constitución de las fuerzas históricas depende cada vez más de la mediación teórica.

Segunda respuesta a la crisis

El revisionismo


La respuesta ortodoxa (Bernstein) a la «crisis del marxismo» consistió, pues, en la superación de la escisión entre «tendencias observables del capitalismo» y «teoría» a través de la afirmación intransigente de la validez de la segunda y del carácter artificial o transitorio de las primeras.

Una teoría «revolucionaria» aísla a la clase obrera y remite a un futuro indeterminado todo cuestionamiento de las estructuras de poder existentes. El punto central de divergencia es que, mientras para los ortodoxos la superación de la fragmentación y división propias de la nueva etapa capitalista había de ser la resultante de un movimiento de la infraestructura, para el revisionismo había de resultar de una intervención política autónoma. En este punto se presentan dos conclusiones: la primera, que los avances democráticos dentro del Estado dejan de ser acumulativos: pasan, por el contrario, a depender de una relación de fuerzas que es imposible determinar a priori. La lucha no es simplemente un combate por avances localizados, sino por formas de articulación de fuerzas que permitan consolidar esos avances y que son siempre reversibles. Si el obrero ya no es solamente el proletario, sino también el ciudadano, el consumidor, el participante en una pluralidad de posiciones dentro del aparato institucional y cultural de un país; y si, de otro lado, ese conjunto de posiciones ya no es unificado por ninguna «ley del progreso», entonces la relación entre las mismas pasa a ser una articulación abierta que nada nos garantiza a priori que adoptará una u otra forma determinada. En este caso, el avance democrático depende de una proliferación de iniciativas políticas en distintas áreas sociales.

Tercera respuesta a la crisis

El sindicalismo revolucionario


La atracción para Sorel sobre el marxismo, será la teoría de la formación de un nuevo agente —el proletariado— capaz de operar como fuerza aglutinante que reconstituya en torno a sí una forma más alta de civilización y detenga la declinación de la sociedad burguesa. Sorel observa que, el principal responsable de la fragmentación y dispersión de posiciones de sujeto con la que el marxismo se enfrentaba desde fines de siglo, era la democracia.

Para Sorel, por tanto, la posibilidad de una división dicotómica de la sociedad no se da como dato de la estructura social, sino como construcción al nivel de los «factores morales» de los enfrentamientos entre los grupos. Lo decisivo es que la identidad misma de los agentes sociales ha pasado a ser indeterminada y que toda «fijación mítica» de la misma depende de una lucha. El concepto de «hegemonía» tal como surgió en la socialdemocracia rusa, y que desde su punto de vista  fue menos radical.

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