Laclau — Identidad y hegemonía ‣ Resumen de Lucía Luengas

Ernesto Laclau, «Identidad y hegemonía: el rol de la universalidad en la constitución de lógicas políticas» en Judith Butler, Ernesto Laclau, Slavoj Žižek, Contingencia, hegemonía, universalidad, Buenos Aires, FCE, 2000, pp.49-94. Resumen y síntesis de Lucía Luengas Pérez


Síntesis


Ernesto Laclau menciona dos fragmentos de una obra de Marx, a partir de los cuales desarrolla el primer apartado de su texto sobre dos distintas formas de emancipación.

Compara entonces los argumentos de Marx y Gramsci y los contrasta con los de Hegel. Habla sobre el sentido que tiene la obra del mismo. Menciona qué es hegemonía, cómo debería ser posible su superación y menciona las dimensiones hegemónicas. Responde a cuestionamientos de Judith Butler y apoya algunas de las ideas de Zizek. Habla sobre Lacan y menciona al “significante” y su “significación”, la liberación y cómo es que esto se desarrolla en la teoría Lacaniana. Por último, refiere algunas desigualdades entre discursos, principalmente la distinción entre lo ético y lo normativo, donde comienza a hablar de política y realiza conclusiones a partir de los conceptos anteriores.

Identidad y hegemonía: el rol de la universalidad
en la constitución de lógicas políticas


I. Hegemonía ¿qué significa el término?


Como punto de partida, Ernesto Laclau toma la pregunta de Judith Butler: “¿Estamos todavía todos de acuerdo en que hegemonía es una categoría útil para describir nuestras inclinaciones políticas?”. Laclau responde que: desde luego que sí y, él sólo agregaría que “hegemonía” es más que una categoría útil en tanto define el terreno mismo en que una relación política se constituye verdaderamente. Laclau comienza citando un pasaje de Marx, que él considera que expresa el grado cero de hegemonía:

El proletariado en Alemania comienza apenas a nacer en el movimiento industrial que alborea, pues la pobreza de que se nutre el proletariado no es la pobreza que surge naturalmente, sino la que se produce artificialmente, no es la masa humana mecánicamente agobiada bajo el peso de la sociedad, sino la que brota de la aguda disolución de ésta, y preferentemente de la disolución de la clase media (...). Allí donde el proletariado proclama la  disolución del orden universal anterior, no hace sino pregonar el secreto de su propia existencia, ya que es la disolución de hecho de este orden universal. Cuando el proletariado reclama la negación de la propiedad privada, no hace más que elevar a principio de la sociedad lo que la propia sociedad ha elevado a principio del proletariado, la que ya parece personificado en él, sin intervención suya, como resultado negativo de la sociedad, (...) Así como la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas intelectuales, y cuando el rayo del pensamiento prenda en lo profundo de este candoroso suelo popular, la emancipación de los alemanes será una realidad.

Comparemos ahora ese pasaje con el siguiente, extraído del mismo ensayo:

¿Sobre qué descansa una revolución parcial, la revolución meramente política? Sobre el hecho de que se emancipe solamente una parte de la sociedad civil e instaure su dominio general; sobre el hecho de que una determinada clase emprenda la emancipación general de la sociedad, partiendo de su especial situación (...) Para que la revolución de la nación y la emancipación de una clase especial de la sociedad coincidan para que un estrato sea reconocido como el Estado de toda la sociedad, se necesita, por el contrario, que todos los defectos de la sociedad se condensen en una clase, que esta determinada clase resuma en sí toda la repulsa general, sea la incorporación de los obstáculos generales, se necesita que una determinada esfera social sea considerada como crimen manifiesto de la sociedad toda, de tal modo que su liberación se considere como la autoliberación general. Para que una clase de la sociedad sea la clase de liberación por excelencia, es necesario que otra sea manifiestamente el Estado de sujeción.

En el primer caso, la emancipación es resultado de una “aguda disolución” de la sociedad, mientras que en el segundo caso, aparece como consecuencia de la “dominación general” que logra un sector parcial de la sociedad civil. O sea, mientras en el primer caso desaparece toda particularidad, en el segundo caso el pasaje por una particularidad es la condición de emergencia de defectos universalizantes. Es por todos conocida la hipótesis sociológico-teleológica sobre la cual se apoya el primer caso: la lógica del desarrollo capitalista debería conducir a una proletarización de las clases medias y del campesinado, de resultas de lo cual una masa proletaria homogénea se transformará en la vasta mayoría de la población que llevará adelante la lucha final contra la burguesía.

De modo que, en este caso, la emancipación, posibilidad misma de un discurso universal dirigido a la comunidad como un todo, no depende de un colapso de todas las particularidades sino de una paradójica interacción entre ellas. Para Marx, por supuesto, únicamente una reconciliación plena, no mediada, constituye una verdadera emancipación. Es suficiente que la lógica del capital no se mueva en esa dirección para que el dominio del particularismo se prolongue sine die. Ahora bien, si la emancipación y la universalización estuvieran limitadas a este modelo, se desprenderían dos consecuencias para formular un argumento. Primero, la mediación política, lejos de agotarse, se transformaría en la condición misma de la universalidad y la emancipación de la sociedad. Sin embargo, como esa mediación tiene su origen en las acciones de un actor histórico limitado interno a la sociedad, no se la puede atribuir como a la clase universal hegeliana, a una esfera separada y pura.

Si dominación implica subordinación política, ésta última, a su vez, podrá lograr a través de aquellos procesos de universalización que hacen que todo dominación sea inestable. Los desplazamientos teóricos de la intervención “hegemónica” son introducidos por Gramsci en relación con el pensamiento político tanto de Marx como de Hegel. El típico ejemplo de hegemonía de una sociedad civil que da Gramsci es la Iglesia en la Edad Media.

Tanto Marx como Gramsci privilegian, en contraposición a Hegel, sociedad civil sobre el Estado, pero mientras que el planteo de Marx en oposición a Hegel implica la subordinación de la superestructura a la estructura, la inversión que plantea Gramsci con respecto a Hegel tiene lugar exclusivamente dentro de la superestructura. Esto solamente sería posible si Gramsci se refiere no a la noción del “sistema de necesidades” de Hegel sino a aquel momento de la sociedad civil que implica una forma rudimentaria de organización (corporaciones y policía).

La política cristalizada de Gramsci contra el economicismo y su privilegio de la dimensión política cristalizada en el partido se apoyan en la dicotomía base/superestructura. En general, no hay duda de que Gramsci contrapone sociedad civil a Estado concebido como dominación.

La noción de libertad como conciencia de la necesidad es una noción spinoceana-hegeliana que excluye explícitamente al sujeto activo de la historia que podría actuar de un modo contingente o instrumental sobre una condición material dada. En la versión hegeliana, implica la idea de libertad como autoliberación. Ahora bien, si el sujeto gramsciano se relaciona en forma contingente con sus propias condiciones materiales, se desprenden dos consecuencias necesarias:
  1. Ya no se trata de una objetividad que necesariamente impone sus propios Diktate porque las intervenciones contingentes de los actores sociales determinan en forma parcial esa objetividad estructural. Lo máximo que podríamos llegar a tener es la objetividad transitoria de un “bloque histórico” que estabiliza parcialmente el flujo social.
  2. Por el “sujeto activo de la historia” encontramos solo contingencia elemental.

Estas dos primicias combinadas excluyen un conjunto de lugares de constitución del “sujeto activo de la historia”. Primero, si hegemonía comprende una serie de efectos universalizantes, el lugar de la constitución no puede ser el “sistema de necesidades”, en el sentido hegeliano, que es el dominio de la particularidad pura. Pero, en segundo lugar, no puede ser el dominio de la clase universal —el Estado como esfera ético-político— porque la irradiación de esos efectos universalizantes sobre la sociedad evita que queden relegados a una única esfera. En tercer lugar, y por las mismas razones, la sociedad civil no pueden constituirse como una instancia totalmente esperada dado que sus funciones prevén y extienden el rol del Estado. Si el Estado, definido como el momento ético-político de la sociedad, no constituye una instancia dentro de una topografía, entonces es simplemente imposible identificarlo. Si la sociedad civil, concebida como un espacio de organizaciones privadas, es en sí misma el locus de efectos ético-políticos, su relación con el Estado como instancia pública se desdibuja.

Gramsci refleja —y oculta al mismo tiempo— esa superposición imposible entre lógica y topografía. Un último ejemplo de esta superposición imposible se puede encontrar en la enigmática primacía que Gramsci le otorga a la ideología por sobre el aparato institucional.

Si los efectos universalizantes hegemónicos van a ser irradiados a partir de un sector particular de la sociedad, no se les podrá reducir a la organización de esa particularidad en torno a sus propios intereses, que necesariamente serán corporativos. Si la hegemonía de un sector social particular depende, para su éxito, que se pueda presentar sus objetivos propios como aquellos que hacen posible la realización de los objetivos universales de la comunidad, toda expansión de esa dominación presupone el éxito de la articulación entre la universalidad y la particularidad. Ningún modelo en el que lo económico (la estructura) determine que un primer primer nivel institucional (políticas, instituciones) vaya seguido de un mundo de ideas epifenomenales habrá de funcionar.

De esto de deduce necesariamente la centralidad de la función intelectual (= ideológica) como base del vínculo social. Para Gramsci, no obstante la única universalidad hegemónica es una universalidad contaminada por la particularidad. Gramsci, por un lado le quita valor a la separación del Estado hegeliano al extender el área de los efectos ético-políticos a una multitud de organizaciones pertenecientes a la sociedad civil, multitud que está constituida como un espacio político. Esto explica las oscilaciones en los textos de Gramsci, a las que hemos hecho referencia antes, con respecto a las fronteras entre el Estado y la sociedad civil y también explica por qué enfatiza el momento de las “corporaciones” en el análisis hegeliano de la sociedad civil: la construcción de los aparatos de hegemonía debe trascender la distinción entre lo público y lo privado.

Los dos textos de Marx con los que se inicia el texto hablan de la emancipación humana universal pero de manera totalmente diferentes. En el primer texto, universalidad significa la reconciliación directa de la sociedad con su propia esencia, es decir, lo universal expresa sin necesidad de mediación. En el segundo caso, la emancipación universal se logra solamente a través de de una identificación transitoria con los objetivos de un sector social determinado, lo cual significa que es una universalidad contingente que requiere constitutivamente mediación política y relaciones de representación. Es la profundización y su generalización al conjunto de la política de la era moderna lo que constituye el logro de Gramsci.

Una dimensión política pasa a ser constitutiva de toda la identidad social y esto conduce a un mayor desdibujamiento que se encuentra precisamente en forma más acentuada en la sociedad contemporánea que en la época de Gramsci. Se propone reemplazar el tratamiento puramente sociologista y descriptivo de los agentes concretos que participan en las operaciones hegemónicas por un análisis formal de las lógicas que implican estas últimas. Es muy poco lo que se gana, una vez concebidas como voluntades colectivas complejamente articuladas, al referirse a ellas con simples designaciones como, por ejemplo, grupos étnicos, etc., que en el mejor de los casos son nombres para puntos transitorios de estabilización.

Laclau retoma el texto de Marx sobre la emancipación política y ve la estructura lógica de sus diferentes momentos. En primer lugar, tenemos la identificación de los objetivos de un grupo particular con los objetivos emancipatorios de toda la comunidad. ¿Cómo resulta posible esta identificación? ¿Se trata de un proceso de alineación de la comunidad, que abandona sus verdaderos objetivos para abrazar los de uno de sus componentes?

La razón de esa identificación es que ese sector social en particular es el que es capaz de derrocar a una clase percibida como “crimen general”. Ahora bien, si el “crimen” es general y, a pesar de ello, sólo un sector en particular  o una constelación de sectores, más que el “pueblo” como un todo, es capaz de vencerlo, esto sólo puede significar que la distribución de poder dentro del polo “popular” es esencialmente desigual.

Un poder que es total, no es poder. Si por el contrario, tenemos una distribución del poder originalmente desigual, la posibilidad de garantizar un orden social puede resultar de esa misma desigualdad y no de la entrega del poder total a manos del soberano. Porque si la aceptación generalizada de la hegemonía de la fuerza que lleva a cabo la emancipación política dependerá sólo de su capacidad para derrocar un régimen opresor, el apoyo que obtendría estaría limitado estrictamente a dicho acto de derrocamiento y no habría ninguna “coincidencia” entre la “revolución de pueblo” y la “emancipación” de una clase particular de la sociedad civil. Entonces, ¿qué es lo que puede hacer que se dé esa coincidencia?

Laclau cree que la respuesta se encuentra en la afirmación de Marx: “se necesita que una determinada esfera social sea considerada como el crimen manifiesto de la sociedad toda, de tal modo que su liberación se considere como la autoliberación general”. Por supuesto, no hay ningún concepto que corresponda a esa plenitud y, como resultado, ningún concepto correspondiente a un objeto universal que le bloquee; pero un objeto imposible al cual no le corresponde ningún concepto. En segundo lugar, si existe un crimen general, debería hacer también una víctima general. La sociedad es, no obstante, una pluralidad de grupos y demandas particulares. Por lo tanto, si va a haber un sujeto de una cierta emancipación global, el sujeto es transformado en un antagónico por el crimen general, y sólo podrá ser políticamente construido por medio de la equivalencia de una pluralidad de demandas.

Podemos de este modo, señalar una segunda dimensión de la relación hegemónica: hay hegemonía sólo si la dicotomía universalidad/particularidad es superada; la universalidad sólo existe si se encarna una particularidad, pero ninguna particularidad puede, por otro lado, tornarse política si no se ha convertido en el locus de efectos universalizantes.

Esta segunda dimensión  conduce, no obstante, a un nuevo problema. Lo que es inherente a la relación hegemónica, si lo universal y lo particular se rechazan y se necesitan a la vez, es la representación de una imposibilidad. La plenitud de la sociedad y su correlato, el crimen total, son objetos necesarios para que haya alguna “coincidencia” entre los objetivos particulares y los generales. Si se requiere, no obstante, el pasaje por lo particular, es porque la universalidad no puede estar presentada de un modo “directo” —o no existente un concepto en correspondencia con el objeto—. Si su necesidad exige acceder al nivel de representación, su imposibilidad significa que siempre va a existir una representación distorsionada. Esto es lo que está en la raíz de las relaciones hegemónicas.

¿Cuál es la posibilidad ontológica de relaciones en las cuales las identidades particulares asumen la representación de algo diferente de sí mismo? Una función universal de representación consiste en ampliar el hiato entre el orden de la nominación y el de aquello que puede ser conceptualmente aprehendido. Como resultado de esta brecha constitutiva, podemos decir que: 1) cuanto más extensa sea la cadena de equivalencias que un sector particular represente, tanto más indefinidos serán los vínculos entre ese nombre y su significado original específico y más se aproximará al estatus de significante vacío; 2) como, no obstante, esta total coincidencia de lo universal con lo particular es en última instancia imposible, dada la deficiencia constitutiva de los medios de representación, siempre quedará un residuo de particularidad. Esto quiere decir que la transición de la emancipación política de Marx a la emancipación total nunca puede llegar. Esto nos muestra otra dimensión de la relación hegemónica: que requiere la producción de significantes tendencialmente vacíos que, mientras mantienen la inconmensurabilidad entre universal y particulares, permite que los últimos toman la representación del primero.

Por último, un corolario de las conclusiones previas es que la representación es constitutiva de las relación hegemónica. La eliminación de toda representación es la ilusión que acompañada a la noción de una emancipación total. Se tendrá entonces, como inherente el vínculo representativo, la misma dialéctica entre nombre y concepto que se acaba de mencionar. Si la representación fuese total —si el momento representativo fuese enteramente transparente respecto de aquello que representa—, el “concepto” tendría una primacía indiscutible sobre el “nombre”. Pero es este caso, no habría hegemonía. Para tener hegemonía se necesita que los objetivos sectoriales de un grupo actúen como el nombre de una universalidad que los trascienda: ésta es la sinécdoque constitutiva del vínculo hegemónico.

La idea de una sociedad completamente emancipada y transparente, de la que se habría eliminando todo movimiento tropológico entre sus partes, implica el fin de la toda relación hegemónica de la política. Aquí tenemos una cuarta dimensión de “hegemonía”: el terreno en el cual se extiende es el de la generalización de las relaciones de representación como condición de la constitución de un orden social.

Esto quiere decir que no tenemos simplemente posiciones de sujetos dentro de la estructura sino también al sujeto como un intento de llenar esas brechas estructurales. Esta es la razón por la que no tenemos simplemente identidades sino, más bien, identificación. Si hay identificación, no obstante, habrá una ambigüedad básica en el centro de toda identidad. Esta es la forma en que Laclau encara la cuestión de la desidentificación propuesta por Zizek. Laclau piensa que el historicismo radical es una empresa que se autoelimina. No reconoce las formas en que lo universal penetra en la constitución de todas las identidades particulares. Desde un punto de vista teórico, la noción misma de la particularidad presupone la de totalidad.

Y en el sentido político, el derecho de grupos particulares de agentes —minorías étnicas, nacionales o sexuales, por ejemplo— puede ser formulado como derechos universales. Lo universal es un lugar vacío, una falta que sólo puede llenarse con lo particular, pero que, a través de su misma vacuidad, produce una serie de efectos cruciales en la estructuración/desestructuración de las relaciones sociales.

Laclau busca tratar más a detalle porque un objeto busca, a través de su propia imposibilidad, una universalidad de las relaciones de representación. ¿Cuál es la estructura ontológica de dicho vínculo? Laclau, busca discutir el problema, refiriéndose a: Hegel y Lacan.

II. Hegel


En su lectura sobre Hegel, Laclau expresa que la dialéctica hegeliana es candidata a hacer inteligible la relación hegemónica. También hace mención que Zizek, analizando la lectura de Laclau encuentra algunas objeciones. Laclau le da la razón a Zizek cuando dice que para Hegel ninguna formación particular coincide nunca con su propia noción, simplemente porque la noción misma está internamente escindida, y produce su propia disolución dialéctica. Pero, segundo, el patrón dialéctico de esta disolución exige que sea un patrón compuesto de transiciones necesarias. Para usar el ejemplo, es una comunidad religiosa y ninguna otra cosa lo que resulta de la falta de coincidencia entre el Estado y su noción. Lo importante aquí, si damos completamente por aceptado que el Espíritu Absoluto no tiene ningún contenido positivo propio y que es simplemente la sucesión de todas las transiciones dialécticas, de su imposibilidad de establecer una superposición entre lo universal y lo particular, ¿son esas transiciones contingentes o necesarias? Si fueran necesarias, muy difícilmente se podría evitar la caracterización de todo el proyecto de Hegel (en oposición a lo que realmente hizo) como panlogista.

La Idea Absoluta como el sistema de todas las determinaciones es una totalidad cerrada: no hay avance posible más allá de ella. Es difícil evitar la conclusión de que el panlogismo en Hegel es el punto más alto de racionalismo moderno. Esto nos muestra por qué la relación hegemónica no puede asimilarse a una transición dialéctica: porque aunque uno de los prerrequisitos para la comprensión conceptual del vínculo hegemónico —la inconmensurabilidad entre lo particular y lo universal— se logra en la lógica dialéctica, el otro, —el carácter contingente del vínculo entre los dos— está ausente. Hegel ha hegemonizado todo el campo de las diferencias, pues este último no puede evitar contaminarla, además se ocupó de afirmar que muchas de sus deducciones derivan su aparente aceptabilidad de supuestos empíricos ilegítimos introducidos subrepticiamente en el argumento.

Por lo tanto, la imagen pictórica no es, como sostiene Hegel, una versión vaga o imprecisa de un determinación hecha totalmente explícita por la Filosofía sino que, por el contrario, la vaguedad y la imprecisión como tales son constitutivas del razonamiento filosófico. Laclau se enfoca en las transiciones hegemónicas en términos de desplazamientos retóricos: es imposible comprender conceptualmente la forma independientemente del contenido.

Laclau, en este apartado concluye que la dialéctica de Hegel da herramientas ontológicas sólo parcialmente adecuadas para determinar la lógica del vínculo hegemónico. La dimensión de contingente de la política no puede pensarse dentro de un molde hegeliano. Al pasar de Hegel a Lacan, se pasa a un escenario totalmente diferente.

III. Lacan


Laclau se sumerge en un juego heterodoxo. Menciona que Judith Butler está esencialmente preocupada por la cuestión de si el “sujeto barrado” de Lacan impone o no límites estructurales a los movimientos estratégicos que una lógica hegemónica requiere. El núcleo de su escepticismo acerca de la potencial utilidad de un enfoque lacaniano para la política está prolijamente establecido: “¿Pueden reconciliarse el recurso ahistórico de la barra lacaniana con la cuestión estratégica que plantea la hegemonía o se presenta como una limitación casi trascendental a toda posible constitución del sujeto y, por lo tanto, indiferente a la política? Zizek insinúa lo que para Laclau podría ser la respuesta a la pregunta de Judith Butler cuando se refiere a lo Real de Lacan como “su límite (de lo simbólico) inherente completamente no sustancial, punto de falla, que mantiene la brecha misma entre la realidad y su simbolización y, de ese modo, pone en movimiento el proceso contingente de historicidad-simbolización.

La hegemonía requiere, como hemos visto, una generalización de las relaciones de representación, pero de modo tal que el proceso de representación mismo crea retroactivamente el ente que debe ser representado. La no transparencia del representante respecto del representado, la autonomía irreductible del significante frente al significado, la condición de hegemonía que estructura lo social desde su misma base, no es la expresión epifenomenal de un significado trascendental que sometería al significante a sus propios movimientos predeterminados.

Se puede comenzar a ver en qué forma la operación hegemónica incluye tanto la presencia de un Real que subvierte la significación como la representación de ese Real a través de una sustitución tropológica. En palabras de Lacan, el proceso psicoanalítico se ocupa no del sentido sino de la verdad. La importancia de la disociación entre el sentido y la verdad para el análisis hegemónico es lo que nos permite romper con la dependencia del significado, a la cual de otro modo nos hubiera confiando una concepción racionalista de la política.

El punto final que hace posible un intercambio fructífero entre la teoría lacaniana y el enfoque hegemónico de la política es que, en ambos casos, cualquier forma de no fijación, el desplazamiento óptico y similares, está organizada alrededor de una falta original que, a la vez que impone una tarea extra a todos los procesos de representación, también abre el camino a una serie indefinidas de sus sustituciones que son el fundamento mismo de un historicismo radical.

En términos de la teoría de la hegemonía, esto presenta una estricta homología con la noción de “antagonismo” como un núcleo real que evita el cierre del orden simbólico. Los antagonismos no son relaciones objetivas sino el punto donde se muestra el límite de toda objetividad.

Laclau termina este apartado refiriéndose a la pregunta de Judith Butler con respecto a la relación entre política y el psicoanálisis. Una intervención teórica, cuando realmente marca la diferencia, nunca se restringe al campo de su formulación inicial. Althusser era afecto a algunos ejemplos: podemos decir que detrás de la filosofía platónica está la matemática griega; detrás de los racionalismo del siglo XVII, la matematización de la naturaleza de Galileo, y detrás de las teorías de Kant, la física de Newton. Vista desde esta perspectiva, la teoría lacaniana  debería considerarse como una radicalización y profundización de lo que estaba in nuce contenido en el descubrimiento de Freud.

IV. Objetividad y retórica


Laclau presenta una perspectiva diferente en lo que concierne a la saga de la trayectoria intelectual del siglo XX, cuyos principales aspectos serían los siguientes. El siglo comenzó con tres ilusiones de la posibilidad de un acceso inmediato “a las cosas mismas”. Estas ilusiones fueron el referente, el fenómeno y el signo, y fueron el punto de partida de las tres tradiciones de la filosofía analítica, la fenomenología y el estructuralismo.

Laclau está proponiendo establecer una ruptura dominante que gobierne la emergencia de un pensamiento que podemos apropiadamente llamar “contemporáneo”; sin duda es muy diferente su postura a la sugerida por Zizek y explica sus divergencias parciales. La deducción de la posibilidad a partir de su necesidad, el no reconocimiento de su reverso, obsceno, para usar las palabras de Zizek, sería la limitación interna de la lógica de transparencia de la modernidad; mientras que la posición opuesta, la negación de su necesidad a partir de su imposibilidad, sería estigma de la posmodernidad y el postestructuralismo. Con la necesidad de reivindicar la presencia de ambos lados —necesidad e imposibilidad—, está Laclau de acuerdo, dado que es la piedra angular de su propio enfoque de la lógica hegemónica. Laclau se pronuncia como gramsciano. Una intertextualidad siempre abierta es el terreno finalmente indecidible en el que opera la lógica hegemónica. Zizek, sin embargo, construye un discurso a través de una estrategia intelectual diferente: privilegia el momento de necesidad, y sobre esa base construye una genealogía que ubica a Lacan dentro de la tradición racionalista del Iluminismo, debilitando así sus vínculos con toda la revolución intelectual del siglo XX, al cuál él en realidad pertenece.

Zizek es un estricto monógamo (lacaniano) en teoría, que, no obstante, hace todo tipo de concesiones prácticas, a su nunca públicamente reconocida amante (la deconstrucción).

La dimensión trascendental es inevitable pero la trascendentalidad, en el sentido amplio del término, es imposible. No hay objeto sin condiciones de posibilidad que lo trasciendan, pero como este horizonte consiste en infraestructura indecidibles-interacción, está es una compleja relación de internalidad/externalidad con el horizonte trascendental.

Judith Butler cuestiona ¿qué es una lógica social? Laclau le responde:  él la caracterizaría como un sistema rarificado de objetos, como una “gramática” o un grupo de reglas que hace que algunas combinaciones y sustituciones resulten posibles y que excluye otras. Es lo que, en su trabajo, Laclau ha denominado “discurso”, lo que en general coincide con lo que en la teoría lacaniana se llama “simbólico”.

La importancia de esta noción de una continuidad que opera a través de discontinuidades parciales es obvia para la teoría de la hegemonía. La aplicación de la regla implica desde el comienzo su propia subversión. Ejemplo, la iteración en Derrida: algo, para ser repetible, debe ser diferente de sí mismo. O la concepción de Wittgenstein con respecto a la aplicación de una regla: necesito una segunda real para saber cómo aplicar la primera, una tercera para saber cómo aplicar la segunda, y así sucesivamente.

Pero esta reflexión hace completamente visible una de las contribuciones potencialmente más originales de Butler a la teoría de las sociológica: su noción de “actuación paródica”. Si una actuación paródica implica la creación de una distancia entre la acción que está siendo realizada y la regla que está siendo puesta en práctica, y si la instancia de aplicación de la regla es interna a la regla misma, la parodia es constitutiva de toda acción social. Por supuesto, la palabra “parodia” tiene un sentido jocoso, pero que no es esencial.

La plenitud de la sociedad es un objeto imposible que sucesivos contenidos contingentes tratan de personificar a través de desplazamientos catacréticos. Esto es exactamente lo que significa hegemonía. Una teoría de la hegemonía no es una descripción neutral de lo que está sucediendo en el mundo, sino una descripción de la condición misma de posibilidad de un elemento normativo que rige, desde el comienzo mismo, cualquier aprehensión de”hechos” en cuanto hechos que puedan existir.

Hegemonía es un enfoque teórico que depende de la decisión esencialmente ética de aceptar, como horizonte de toda inteligibilidad, la inconmensurabilidad entre lo ético y lo normativo. Esta inconmensurabilidad es fuente de la desigualdad entre los discursos, de un momento de inversión que no está dictado por la naturaleza de su objeto y que, como resultado, redefine los términos de relación entre lo que es y lo que debería ser.

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