Laclau/Mouffe — Hegemonía y estrategia socialista 2 ‣ Resumen de Julio César Mondragón

Ernesto Laclau y Chantal Mouffe,Hegemonía y estrategia socialista, Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987, capítulo 2.
Síntesis y resumen de Julio César Mondragón García

Síntesis


El texto plantea una interesante interrogante referida al papel de la burguesía rusa, y de cómo esta falló al interpretar su parte en lo que era su tarea histórica, mientras que el proletariado asumió este papel, para así poder desempeñar su propio papel en la historia. La unión del proletariado con el campesinado logra la revolución gracias, pero existen dos posibilidades para interpretar esta unión: la democrática, donde los intereses de ambos grupos son de igual importancia, o la autoritaria donde el proletariado impone sus objetivos y hace creer al campesinado que estos son los mismos que los suyos. Por último se hacen referencias a la importancia de la economía en las teorías sobre la hegemonía y la visión de Gramsci donde destaca su idea de que una clase no toma el poder del Estado, sino que deviene en un Estado.

Hegemonía. El difícil nacimiento de una nueva lógica política


Es necesario establecer la relación existente entre el doble vacío que hemos visto surgir en el discurso esencialista de la Segunda Internacional y el peculiar desajuste de etapas respecto al cual la problemática de la hegemonía habrá de constituir una respuesta política.

En primer término, ese doble vacío se presenta bajo la forma de un dualismo. Es posible afirmar, por ejemplo, que hay vastas áreas de la vida social que escapan al determinismo económico; pero esto puede ir perfectamente unido a una concepción de la economía según la cual, en el área limitada en que ésta ejerce sus efectos, estos últimos deben ser entendidos de acuerdo con un paradigma determinista.

Pero la dificultad de este planteamiento es obvia: para afirmar que algo es absolutamente determinado y establecer una línea nítida que lo separe de lo indeterminado, no es suficiente establecer la especificidad de la determinación; es preciso además afirmar la necesidad de la misma. El pretendido dualismo es, por tanto, un dualismo espurio: los dos polos del mismo no están al mismo nivel. Lo determinado, al establecer su especificidad como necesaria, establece los límites de variación de lo indeterminado. Lo indeterminado se reduce, pues, a ser un simple suplemento de lo determinado.

En segundo lugar, este aparente dualismo responde a la imposibilidad de encontrar en la determinación estructural un fundamento al tipo de lógica política que permite combatir, en el presente, las tendencias a la fragmentación.

En tercer lugar, la fragmentación económica no lograba constituir la unidad de clase y reenviaba a la recomposición política; pero la recomposición política no podía fundar el carácter clasista necesario de los agentes sociales.

Perry Anderson ha estudiado el surgimiento del concepto de hegemonía en la socialdemocracia rusa —de ahí lo tomarán los teóricos del Komintern y, a través de ellos, llegará a Gramsci— y las conclusiones de su estudio son claras: el concepto de hegemonía viene a llenar un espacio dejado vacante por la crisis de lo que, de acuerdo con los cánones del «etapismo» plejanoviano, hubiera sido un desarrollo histórico normal.

El propio grado de madurez de la civilización burguesa reflejaba su orden estructural en el interior de la clase obrera y subvertía la unidad de esta última. Por el contrario, en el caso de la teoría de la hegemonía tal como fuera formulada en el contexto ruso, serán los límites de una civilización burguesa insuficientemente desarrollados los que obligarán a la clase obrera a salir de sí misma y a asumir tareas que no le son propias.

En los escritos de Plejánov y Axelrod, el término «hegemonía» es introducido para describir el proceso por el cual la impotencia de la burguesía rusa para llevar a cabo las que hubieran sido sus tareas «normales» de lucha por la libertad política, obligaba a la clase obrera a intervenir decisivamente en la realización de las mismas.

La Revolución rusa debió justificar su estrategia a través de una ampliación máxima del espacio de indeterminación propio de la lucha hegemónica. El conjunto de tareas ajenas a la naturaleza de clase de los agentes sociales, que éstos deben asumir en un momento determinado. La conceptualización de las formas del desajuste podía limitarse a las categorías negativas de una transitoriedad y contingencia que era preciso vencer; en el caso ruso, por el contrario al ser los desajustes coyunturas positivas que permiten el avance de la clase obrera era preciso caracterizar de algún modo el nuevo tipo de relación que se establecía entre la clase obrera y aquellas tareas —ajenas a su naturaleza de clase— que ésta debía asumir en un momento determinado. «Hegemonía» fue el nombre dado a esta relación anómala.

El sentido e identidad tanto de la tarea hegemonizada como de sus agentes realizadores se fija enteramente en el interior de la relación. Esto significa, por tanto, que a) la relación entre los dos componentes de la relación b) sólo puede ser de exterioridad. ¿Qué es una relación de exterioridad? Podemos considerarla bajo dos aspectos: como relación de exterioridad y como relación de exterioridad. Respecto al primer aspecto no hay dificultad: la relación es de exterioridad si la identidad de sus componentes se constituye enteramente fuera de la relación. En cuanto al momento relacional, para que la relación sea de estricta exterioridad es preciso que se afirme a la vez la relación y la imposibilidad de atribuir toda especificidad conceptual a la misma (pues de no ser así, dicha especificidad se transformaría en un momento estructuralmente definible; esto requeriría una teoría especial de las formas de articulación entre este momento estructural y aquéllos otros que constituyen a la clase como tal y, por tanto, la identidad de esta última resultaría necesariamente modificada). Es decir, que la relación de exterioridad sólo puede pensarse como contingencia pura.

La saga de la hegemonía concluye muy pronto: no hay especificidad que asegure la supervivencia de un Estado soviético, ni para Lenin ni para Trotski, sin una revolución socialista en Europa en la que las clases obreras victoriosas de los países industriales avanzados vengan en auxilio de los revolucionarios rusos. Aquí la «anormalidad» del desajuste de etapas en Rusia viene a engarzarse con el desarrollo «normal» de Occidente; lo que hemos llamado «narración segunda» se reintegra a la «narración primera»; la «hegemonía» encuentra sus límites.

La «alianza de clases». Entre democracia y autoritarismo


Para el leninismo, la hegemonía es considerada como dirección política en el seno de una alianza de clases, siendo el campo de las relaciones de producción el terreno específico de constitución de las clases, la presencia de éstas en el campo político sólo puede concebirse como representación de intereses, esta unidad circunstancial no afecta la identidad de las clases componentes de la alianza, identidad que es concebida bajo la forma de «intereses» que, en última instancia, son estrictamente incompatibles («golpear juntos y marchar separados»).

Por un lado el concepto se asocia, sin ninguna duda, a las tendencias más autoritarias y negativas de la tradición leninista, en tanto que supone el establecimiento, a partir de diferenciaciones clasistas, de una clara separación entre sectores dirigentes y dirigidos en el seno de las masas. Pero, por otro lado, la relación hegemónica supone una concepción de la política que es potencialmente más democrática que nada que hayamos encontrado en la tradición de la Segunda Internacional. Surge así un desajuste estructural entre «masas» y «clases», ya que la línea que separa a aquéllas de los sectores dominantes no se yuxtapone con la explotación de clase. El desarrollo desigual y combinado es, por tanto, el terreno que permite al marxismo, por primera vez, complejizar su concepción acerca de la naturaleza de las luchas sociales. Las relaciones entre «vanguardia» y «masas» no pueden sino tener un carácter predominantemente externo y manipulatorio, la vanguardia, en tanto que continúa identificándose con los «intereses objetivos de la clase obrera», debe incrementar crecientemente el hiato entre su identidad y la de los sectores que intenta dirigir.

Podemos ahora ver con más claridad por qué la tensión entre las dos relaciones que cubría el concepto de hegemonía no podía ser nunca resuelta en una articulación conceptual efectiva: porque la condición del mantenimiento de la unidad e identidad de la clase en el terreno del etapismo economicista era que las tareas hegemonizadas no transformaran la identidad de la clase hegemónica, sino que estableciera entre ambas una relación meramente externa y factual.

Esta tensión existente entre las dos relaciones que el concepto de hegemonía cubre no es distinta de lo que hemos caracterizado como ambigüedad entre una práctica democrática y una práctica autoritaria de la hegemonía, el potencial democrático sólo puede ser desarrollado en la medida en que ese lazo se quiebra y desaparecen, por tanto, las condiciones que permitían la emergencia de una rígida separación entre dirigentes y dirigidos en el seno de las masas. Debemos plantearnos, en este punto, las condiciones de una práctica democrática y de una práctica autoritaria de la hegemonía que permitan superar, en una dirección o en otra, la ambigüedad inicial.

Práctica democrática


La profundización de una práctica democrática de masas que eluda la manipulación vanguardista y rompa con el carácter externo de la relación entre hegemonía clasista y tareas democráticas, sólo puede verificarse en la medida en que se rechace el carácter clasista necesario de estas últimas y se renuncie radicalmente el etapismo.

Cuatro consecuencias fundamentales se siguen de esto. Primero, la propia identidad de las clases es transformada por las tareas hegemónicas que ellas asumen. Segundo, en la medida en que las demandas democráticas pierden su carácter necesario de clase, el campo de la hegemonía deja de ser una maximización de efectos fundado en un juego, la concepción de una «alianza de clases» es claramente insuficiente, ya que la hegemonía supone la construcción de la propia identidad de los agentes sociales. Tercero, el campo de la política no puede ser ya más considerado como «representación de intereses», dado que la supuesta representación modifica también la naturaleza de lo que es representado. Finalmente, en la medida en que la identidad de los agentes sociales deja de estar referida exclusivamente a su inserción en las relaciones de producción y pasa a ser el resultado de la articulación precaria entre varias posiciones de sujeto, es la identificación misma entre agentes sociales y clases lo que está implícitamente cuestionado.

Práctica autoritaria


Es necesario fijar a priori el sentido clasista de cada reivindicación o tarea. La concepción militar domina el conjunto de los cálculos estratégicos. Pero, desde luego, la identificación de la clase obrera real con sus «intereses históricos» está lejos de ser completa; en esta medida, la disociación entre la materialidad de la clase y la instancia política en la que se concentra su «verdadera identidad» se torna permanente.

El leninismo no intenta construir a través de la lucha una identidad de masas no predeterminada por ninguna ley necesaria de la historia. Por el contrario, sostiene que hay un «para sí» de la clase al cual sólo tiene acceso la vanguardia esclarecida —que, por tanto, tiene una actitud meramente pedagógica respecto a la clase obrera. Es en este entrecruzamiento entre ciencia y política donde está la raíz de la política autoritaria—. A partir de él no hay ningún problema, desde luego, en considerar al partido como representante de la clase.

Mientras que la práctica democrática de la hegemonía conduce a poner crecientemente en cuestión la transparencia del proceso de representación, la práctica autoritaria ha sentado las bases para transformar a la relación de representación en el mecanismo político fundamental. Una vez que toda relación política es concebida como relación de representación, se crean las bases para un sustitutivismo infinito que procede de la clase al partido y del partido al Estado.

El proceso revolucionario sólo puede concebirse como articulación política de elementos disímiles: no hay revolución sin una complejización social exterior al antagonismo entre las clases; o, en otros términos, no hay revolución sin hegemonía.

Como la reanudación del proceso revolucionario había de ser consecuencia necesaria de una agudización de la crisis económica, la periodización política estaba calcada sobre la económica, y la única tarea de los partidos comunistas en los períodos de estabilización era la de acumular fuerzas en términos de una identidad integralmente clasista y rupturista que, a la llegada de la crisis, había de abrir las perspectivas de una nueva iniciativa revolucionaria. En estas condiciones, la concepción manipuladora de la relación con otras fuerzas sociales y políticas no podía sino prevalecer. La ruptura con esta concepción reduccionista y manipulatoria se liga a la experiencia del fascismo y al ciclo de las revoluciones anticoloniales.

A partir del VII Congreso del Komintern y del informe Dimitrov, en el que se abandona formalmente la línea estratégica de «clase contra clase» del tercer período y se inicia la política de los frentes populares. Se deja aquí implícitamente atrás la concepción de la hegemonía como simple y externa alianza de clases, y se pasa a concebir a la democracia como terreno común que no se deja absorber por ningún sector social específico. Las revoluciones del mundo periférico, en la medida en que tuvieron lugar bajo liderazgo comunista, nos enfrentan con un fenómeno similar: de China a Vietnam o Cuba, la identidad popular de masas es distinta y más amplia que la identidad de clase.

La condición de emergencia del «pueblo» como agente político en el discurso comunista ha sido la relación de equivalencia entre las clases, que desdobla la identidad de estas últimas y que, a través de este desdoblamiento, constituye una polarización de nuevo tipo.
Hegemonizar a un conjunto de sectores no es, por tanto, un simple acuerdo coyuntural o momentáneo; es construir una relación estructuralmente nueva y, según hemos visto, diferente de la relación de clases. Esto nos muestra que el concepto de «alianza de clases» es totalmente insuficiente para caracterizar a la relación hegemónica, ya que reducir esta última a aquél tiene tan poco sentido como pretender describir un edificio adicionando la descripción de todos los ladrillos que lo componen.

La otra serie de problemas con la que el discurso comunista había de enfrentarse es la de cómo mantener la identidad clasista del sector hegemónico. En el mundo de la Tercera Internacional hubo un solo pensador en quien esta concepción de la política y de la hegemonía como articulación —con todos sus límites y ambigüedades— encontró una expresión teóricamente madura. Nos referimos, desde luego, a Antonio Gramsci.

El parteaguas gramsciano


La especificidad del pensamiento gramsciano suele ser presentada de dos modos distintos y aparentemente contradictorios. Gramsci habría sido un teórico original y un estratega político del «desarrollo desigual», pero sus conceptos serían, escasamente relevantes para las condiciones de un capitalismo maduro, una segunda concepción, por el contrario, hace de él un teórico de la revolución en Occidente, cuya visión estratégica estaría fundada en la comprensión de la complejidad de las civilizaciones industriales avanzadas y de la densidad que adquieren en ellas las relaciones sociales y políticas.

Lo que hay en Gramsci de radicalmente nuevo es una ampliación, mayor que en cualquier otro teórico de su tiempo, del terreno atribuido a la recomposición política y a la hegemonía. La condición para afirmar el papel dirigente de la clase obrera es que no permanezca encerrada en la defensa estrecha de sus intereses corporativos, sino que se abra en la defensa de los intereses de otros sectores.

Si un liderazgo político puede establecerse sobre la base de una coincidencia coyuntural de intereses que mantenga separada la identidad de los sectores intervinientes, un liderazgo intelectual y moral supone que hay un conjunto de «ideas» o «valores» que son compartidos por varios sectores. Un liderazgo intelectual y moral constituye para Gramsci una síntesis más alta, una «voluntad colectiva» que, a través de la ideología, pasa a ser el cemento orgánico unificador de un «bloque histórico».

La ideología no se identifica para Gramsci con un «sistema de ideas» o con la falsa conciencia de los actores sociales, sino que es un todo orgánico y relacional, encarnado en aparatos e instituciones que suelda en torno a ciertos principios articulatorios básicos la unidad de un bloque histórico. Esto no es suficiente, sin embargo, ya que el liderazgo moral o intelectual podría ser entendido como inculcación ideológica de un conjunto de sectores subordinados por parte de la clase hegemónica.

Ni los sujetos políticos son para Gramsci «clases» —en el sentido estricto del término—, sino «voluntades colectivas» complejas; ni los elementos ideológicos articulados por la clase hegemónica tienen una pertenencia de clase necesaria.

Para Gramsci una clase no toma el poder del Estado, sino que deviene Estado. Aparentemente están reunidas aquí todas las condiciones para lo que hemos llamado práctica democrática de la hegemonía.

El pensamiento de Gramsci aparece, pues, suspendido en torno a una ambigüedad básica en torno al status de la clase obrera que lo conduce, finalmente, a una posición contradictoria: por un lado la centralidad política de la clase obrera depende de su salir fuera de sí, del transformar su propia identidad articulando a la misma una pluralidad de luchas y reivindicaciones democráticas —tiene, por tanto, un carácter histórico y contingente—; pero, por otro lado, pareciera que ese papel articulador le estuviera asignado por la infraestructura.

La socialdemocracia: Entre estancamiento y planismo


El vacío teórico y político que el giro hacia una política hegemónica intentaba colmar está también presente en la práctica de los partidos socialdemócratas durante la primera posguerra. El desajuste entre las tareas estrictamente clasistas y las nuevas tareas políticas que el movimiento debía afrontar adoptó una forma característica: la de una contradicción entre el limitado elenco de propuestas y demandas que brotaban del movimiento obrero, y la diversidad y complejidad de los problemas políticos con los que la mentalidad estrechamente clasista de los partidos socialdemócratas había de producir aquí todas sus consecuencias negativas.

Y esta mentalidad había de dominar el conjunto de la actividad socialdemócrata entre el fin de la guerra y la Gran Depresión. En el campo estrictamente económico, la política dominante de las socialdemocracias fue la de las nacionalizaciones. En Der Weg zum Sozialismus, Otto Bauer proponía una serie escalonada de nacionalizaciones que serían acompañadas de la gestión democrática de las empresas y proyectos de nacionalización surgieron en varios países. Pero nada resultó de esto. A partir del fiasco de las socializaciones, la socialdemocracia no tuvo el menor proyecto económico alternativo hasta la Gran Depresión.

Hay una razón que explica la parálisis de la socialdemocracia respecto a la posibilidad de todo cambio estructural, y es la persistencia del economicismo de la Segunda Internacional, la idea de que la economía constituye un espacio homogéneo dominado por leyes necesarias y que no es susceptible de regulaciones conscientes.

El «planismo» de los años treinta fue la primera expresión del nuevo tipo de actitud, el planismo, en su momento de apogeo, tal como fuera formulado en las obras de su principal exponente Henri de Man, fue mucho más que una simple propuesta económica: fue un intento de redefinir los objetivos del movimiento socialista en una nueva versión, radicalmente antieconomicista.

El «Plan» no era, por tanto, un simple instrumento económico; era el eje mismo de reconstitución de un bloque histórico que permitiera combatir la declinación de la sociedad burguesa y contrarrestar el avance del fascismo. El planismo significó como esfuerzo real por permitir al socialismo retomar la iniciativa política en el clima social transformado de la posguerra y la depresión. Muchos de sus temas pasaron a ser patrimonio común de la socialdemocracia posterior a 1945.

Para los sustentadores de izquierda del planismo, el proyecto era establecer un sistema de economía mixta en el que el sector capitalista iría desapareciendo gradualmente; era, pues, una vía de transición al socialismo. Tanto en sus versiones de izquierda como de derecha se trata de alternativas de política económica, en tanto que el proyecto de una democratización radical y la construcción de una nueva voluntad colectiva, o bien están ausentes o bien ocupan un lugar marginal.

La razón de esta ausencia hay que buscarla, antes de 1945, en el clasismo inveterado de los movimientos socialdemócratas, que excluía todo intento de articulación hegemónica. Posteriormente a 1945 —con la instauración del Welfare State— el clasismo de la socialdemocracia se relaja considerablemente, pero no en la dirección de un proceso de democratización sino acompañando, simplemente, la expansión de un Estado keynesiano en el que los intereses de los distintos sectores ya no se recortan según nítidas líneas de clase.

El resultado de la ausencia de alternativas hegemónicas había de reducir a la socialdemocracia a una mezcla de relación pragmática privilegiada con los sindicatos y de propuestas económicas tecnocráticas —más o menos de izquierda, pero que en todo caso hacían depender todo de soluciones implementadas al nivel del Estado. Esta es la raíz de la absurda concepción según la cual el grado de «izquierdismo» de un programa se mide por el número de empresas que se propone nacionalizar.

El último reducto del esencialismo. La economía


Ya se considere a la clase obrera como líder político de una alianza de clases (Lenin), o como núcleo articulador de un bloque histórico (Gramsci), su identidad fundamental se constituye en un terreno distinto de aquél en el que las prácticas hegemónicas operan, el último sustrato racional, que da sentido tendencial a los procesos históricos, tiene una ubicación específica en la topografía de lo social: en el nivel económico.

Pero el nivel económico debe reunir tres condiciones muy específicas para jugar ese papel de constitutividad respecto a los sujetos de la práctica hegemónica. En primer término, sus leyes de movimiento deben ser estrictamente endógenas y excluir toda indeterminación resultante de intervenciones externas. En segundo término, la unidad y homogeneidad de los agentes sociales constituidos al nivel económico debe resultar de las propias leyes de movimiento de ese nivel. En tercer término, la posición de estos agentes en las relaciones de producción debe dotarlos de «intereses históricos»; es decir, que la presencia de dichos agentes a otros niveles sociales —ya sea a través de mecanismos de «representación » o de «articulación»— debe ser finalmente explicada a partir de intereses económicos. Estos últimos, por tanto, no están limitados a una esfera social determinada, sino que son el punto de anclaje de una perspectiva globalizante acerca de la sociedad.

El espacio mismo de la economía se estructura como espacio político y que en él, tanto como en los otros niveles de la sociedad, operan plenamente las que hemos caracterizado como prácticas hegemónicas.

Las tres condiciones que hemos planteado para que el nivel económico pueda desempeñar el papel de constitución última de los sujetos hegemónicos fueron reunidas mediante tres tesis básicas del esquema marxista clásico. La condición es que las relaciones de producción sean el locus de «intereses históricos», que trasciendan la esfera de la economía, mediante la tesis de que la clase obrera tiene un interés fundamental en el socialismo. Intentaremos, pues, mostrar que estas tres tesis son falsas.

La contradicción entre burguesía y proletariado es presentada como la expresión social y política de una contradicción principal de tipo económica, es decir que si la historia tiene un sentido y un sustrato racional, es esta ley general de desarrollo de las fuerzas productivas la que lo establece. A partir de aquí es posible concebir a la economía como una mecánica de la sociedad, que actúa sobre los fenómenos objetivos independientemente de la acción de los hombres.

La corriente operaista italiana, en los años sesenta, ha mostrado cómo el desarrollo del capital, lejos de imponer ciegamente su lógica a la clase obrera, está sometido a las luchas de esta última. Mario Tronti, por ejemplo, muestra que son las luchas obreras las que han forzado al capital a modificar su composición interna y la forma de su dominación, ya que son ellas las que, al imponer un límite a la jornada de trabajo, lo han forzado a pasar de la plusvalía absoluta a la plusvalía relativa. Esto es lo que conduce a Panzieri a sostener la tesis de que la producción es un «mecanismo político» y que es preciso analizar « la tecnología y la organización del trabajo como sanción de una relación de fuerzas entre las clases.

Pero las luchas obreras, concebidas en estos términos, no pueden obviamente explicarse por ninguna lógica endógena del capitalismo, ya que ellas surgen, precisamente, en razón de la imposibilidad de subsumir su dinámica bajo la forma «mercancía» que adopta la fuerza de trabajo.

La búsqueda de la «verdadera» clase obrera es un falso problema, y como tal carece de toda relevancia teórica o política. Lo anterior no implica, evidentemente, que haya una incompatibilidad entre clase obrera y socialismo sino la afirmación, muy distinta, de que no es posible deducir lógicamente intereses fundamentales en el socialismo a partir de determinadas posiciones en el proceso económico.

La resistencia que éstos opongan a ciertas formas de dominación dependerá de las relaciones que ocupen en el conjunto de las relaciones sociales y no sólo en las de producción. Es obvio a esta altura que las dos últimas condiciones que habíamos impuesto al espacio económico para acordar la exclusividad en la constitución de los agentes de la hegemonía —que éstos debían ser integralmente constituidos como sujetos en el interior de dicho espacio, y que debían estar dotados de «intereses históricos» constituidos a partir de sus posiciones de clase— tampoco se cumplen.

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