Laclau/Mouffe — Hegemonía y estrategia socialista 2 ‣ Resumen de Aldo González

Ernesto Laclau y Chantal Mouffe,Hegemonía y estrategia socialista, Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987, capítulo 2.
Síntesis y resumen de Aldo Uriel González Garrido

Síntesis

Este capítulo analiza el surgimiento del concepto de hegemonía; el contexto histórico en el que se introduce y los cuestionamientos que surgen al respecto de dicho término. Se presenta en la hegemonía un carácter posible de derivar en dos formas, la práctica democrática de la hegemonía y la autoritaria (y con esto se revisan ejemplos donde estas dos prácticas fueron ejecutadas, resaltando las causas). Posteriormente se habla de la innovación teórica de Gramsci quien introduce términos como el de “bloque histórico”, y la ideología como cemento orgánico que lo unifica.

Se toca el tema de la socialdemocracia en el poder en la época de la posguerra y después de la gran depresión, donde es regida por la política de nacionalismos en la primera y por el planismo en la segunda.
Después se intenta romper el paradigma economicista que según esto se mantuvo en Gramsci. Los autores desglosan en consecuencia los elementos que constituyen a dicho paradigma y los ponen en cuestión; concluyen que «la lógica de la hegemonía como lógica de articulación y de la contingencia da paso a implantarse en la propia identidad de los sujetos hegemónicos» y con ello los aspectos y las cuestiones derivadas de dicha conclusión.

Hegemonía: el difícil nacimiento de una nueva lógica política

Se comienza por establecer la relación existente entre el doble vacío surgido en el discurso esencialista de  la Segunda internacional y el desajuste de etapas respecto al cual la problemática de la hegemonía ha de ser una respuesta política. Este doble vacío se presenta bajo la forma de un dualismo, que se construye a través de una hipóstasis de lo indeterminado qua indeterminado: las entidades que escapan a la determinación estructural son concebidas como el reverso negativo de esta última.

El pretendido dualismo es un dualismo espurio: los dos polos del mismo no están al mismo nivel. Lo determinado, al establecer su especificidad como necesaria, establece los límites de variación de lo indeterminado. Lo indeterminado se reduce, pues, a ser un simple suplemento de lo determinado.

Este aparente dualismo responde, según vimos, a la imposibilidad de encontrar en la determinación estructural un fundamento al tipo de lógica política que permite combatir, en el presente, las tendencias a la fragmentación.

El término «hegemonía» es introducido para describir el proceso por el cual la impotencia de la burguesía rusa para llevar a cabo las que hubieran sido sus tareas «normales» de lucha por la libertad política, obligaba a la clase obrera a intervenir decisivamente en la realización de las mismas. Hay, pues, una escisión entre la naturaleza de clase de la tarea y el agente histórico que ha de llevarla a cabo.

Surge así la oposición entre un interior necesario —correspondiente a las tareas de clase en un desarrollo «normal»— y un exterior contingente  —el conjunto de tareas ajenas a la naturaleza de clase de los agentes sociales, que éstos deben asumir en un momento determinado.

«Hegemonía» fue el nombre dado a esta relación anómala. Y este término designa, más que una relación, un espacio dominado por la tensión entre dos relaciones muy diferentes: a) la relación entre la tarea hegemonizada y la clase que es su agente «natural», y b) la relación entre la tarea hegemonizada y la clase que la hegemoniza.

La identidad de clase se constituye a partir de las relaciones de producción; es allí, en el interior de esta estructura primaria, donde surge para la ortodoxia el antagonismo entre clase obrera y burguesía —la que podemos llamar narración primera.

Ahora bien, la nitidez de esta narración es empañada por la emergencia de una anomalía: la clase burguesa no puede cumplir su papel y éste tiene que ser asumido por el otro personaje. Esto da lugar a una sustitución de papeles que podemos llamar narración segunda. La relación entre ambas narraciones es una relación desigual: las relaciones hegemónicas suplementan a las relaciones de clase.

La «alianza de clases»: entre democracia y autoritarismo


Siendo el campo de las relaciones de producción el terreno específico de constitución de las clases, la presencia de éstas en el campo político sólo puede concebirse como representación de intereses. Las clases, a través de sus partidos representativos se unen, bajo el liderazgo de una de ellas, en una alianza contra el enemigo común. Pero esta unidad circunstancial no afecta la identidad de las clases componentes de la alianza, identidad que es concebida bajo la forma de «intereses» que, en última instancia, son estrictamente incompatibles («golpear juntos y marchar separados»). La identidad de los agentes sociales, concebida racionalmente bajo la forma de «intereses», y la transparencia de los medios de representación respecto a lo representado, son las dos condiciones que permiten fundar la exterioridad del vínculo hegemónico.

Esta exterioridad está en la base de las típicas situaciones paradójicas en las que el militante comunista habría de encontrarse: teniendo con frecuencia que ser la vanguardia en la lucha por libertades democráticas con las que no podía identificarse, ya que él hubiera sido el primero en abolirlas una vez superada la etapa «democrático–burguesa». Es evidente una separación entre sectores dirigentes y dirigidos en el seno de las masas.

Práctica democrática


En la medida en que el desajuste de etapas obliga a la clase obrera a actuar en un terreno de masas, ella debe abandonar su ghetto clasista y transformarse en el articulador de una multiplicidad de antagonismos y reivindicaciones que la desbordan. Pero está claro, por todo lo que hemos dicho, que la profundización de una práctica democrática de masas que eluda la manipulación vanguardista y rompa con el carácter externo de la relación entre hegemonía clasista y tareas democráticas, sólo puede verificarse en la medida en que se rechace el carácter clasista necesario de estas últimas y se renuncie radicalmente el etapismo.

Práctica autoritaria


Aquí las condiciones son las opuestas. Es necesario fijar a priori el sentido clasista de cada reivindicación o tarea. Pero, desde luego, la identificación de la clase obrera real con sus «intereses históricos» está lejos de ser completa; en esta medida, la disociación entre la materialidad de la clase y la instancia política en la que se concentra su «verdadera identidad» se torna permanente. Del ¿Qué hacer? de Lenin a la bolchevización de los partidos comunistas bajo el Komintern, esta línea demarcatoria es sometida a un enrigidecimiento progresivo, que se refleja en el creciente giro autoritario de la política comunista. Se sostiene que hay un «para sí» de la clase al cual sólo tiene acceso la vanguardia esclarecida —que, por tanto, tiene una actitud meramente pedagógica respecto a la clase obrera. Es en este entrecruzamiento entre ciencia y política donde está la raíz de la política autoritaria—.

El discurso comunista, crecientemente dominado por el carácter hegemónico que debía adquirir toda iniciativa política en el nuevo terreno histórico de la era imperialista, había de oscilar contradictoriamente entre lo que hemos llamado práctica democrática y práctica autoritaria de la hegemonía.

La crisis del Estado liberal–democrático y el surgimiento de ideologías popular–radicales de derecha conducen a poner en cuestión el carácter burgués de los derechos y libertades democráticos; al mismo tiempo, la lucha antifascista crea una subjetividad popular y democrática de masas que es posible fusionar con una identidad socialista.

En cuanto a las revoluciones del mundo periférico, en la medida en que tuvieron lugar bajo liderazgo comunista, nos enfrentan con un fenómeno similar: de China a Vietnam o Cuba, la identidad popular de masas es distinta y más amplia que la identidad de clase. La escisión estructural entre «masas» y «clase», que habíamos visto insinuarse desde el comienzo mismo de la tradición leninista, ha producido aquí la totalidad de sus efectos.

El discurso comunista se ve confrontado en este punto por dos series de problemas: la primera se refiere a la forma de caracterizar esa pluralidad de antagonismos que surgen en un terreno de masas concebido como distinto del de las clases; la segunda, a la posibilidad de mantener el carácter estrictamente proletario de la fuerza hegemónica, una vez que ésta ha incorporado a su identidad las reivindicaciones democráticas de las masas.

Respecto a lo primero, el tipo de relación que se establecía entre las clases desbordaba el carácter específicamente clasista de estas últimas.
La enumeración comunista tiene lugar en el interior de un espacio dicotómico que establece el antagonismo entre sectores dominantes y sectores, populares; y la identidad de unos y otros se construye sobre la base de enumerar los sectores de clase que los constituyen. Del lado de los sectores populares se incluirá, por ejemplo, a la clase obrera, al campesinado, a la pequeña burguesía, a las fracciones progresistas de la burguesía nacional, etc. Ahora bien, esta enumeración no se limita a afirmar la presencia separada y literal de ciertas clases y fracciones de clase en el polo popular; sino que afirma, además, la equivalencia entre todos estos sectores desde el punto de vista de su enfrentamiento común con el polo dominante.

Resulta claro en lo que llevamos dicho que la condición de emergencia del «pueblo» como agente político en el discurso comunista ha sido la relación de equivalencia entre las clases, que desdobla la identidad de estas últimas y que, a través de este desdoblamiento, constituye una polarización de nuevo tipo. Así es como surgen, en el caso político que estamos analizando, símbolos nacional–populares o popular–democráticos que constituyen posiciones de sujeto distintas de las de clase.

El parteaguas gramsciano


Lo que hay en Gramsci de radicalmente nuevo es una ampliación, mayor que en cualquier otro teórico de su tiempo, del terreno atribuido a la recomposición política y a la hegemonía, a la vez que una teorización de la naturaleza del vínculo hegemónico que va claramente más allá de la categoría leninista de «alianza de clases».

La condición para afirmar este  papel dirigente es que la clase obrera no permanezca encerrada en la defensa estrecha de sus intereses corporativos, sino que se abra a los intereses de otros sectores. Un liderazgo intelectual y moral constituye para Gramsci una síntesis más alta, una «voluntad colectiva» que, a través de la ideología, pasa a ser el cemento orgánico unificador de un «bloque histórico».

En verdad, a través del concepto de bloque histórico y de la ideología como cemento orgánico que lo unifica, se introduce una nueva categoría totalizante que supera la antigua distinción base/superestructura. Pero esto no es suficiente, sin embargo, ya que el liderazgo moral o intelectual podría ser entendido como inculcación ideológica de un conjunto de sectores subordinados por parte de la clase hegemónica. En tal caso, no habría posiciones de sujeto que cortaran transversalmente a las clases, ya que aquellas que parecieran hacerlo pertenecerían en realidad a la clase dominante y su presencia en los otros sectores sólo podría entenderse como fenómeno de falsa conciencia. Pero este es el punto en el que Gramsci introduce su tercero y más importante desplazamiento: la ruptura con la problemática reduccionista de la ideología. Ni los sujetos políticos son para Gramsci «clases»—en el sentido estricto del término—, sino «voluntades colectivas» complejas; ni los elementos ideológicos articulados por la clase hegemónica tienen una pertenencia de clase necesaria.

La infraestructura no asigna a la clase obrera su victoria, sino que ésta depende de su capacidad de liderazgo hegemónico; pero a una falla en la hegemonía obrera sólo puede responder una reconstitución de la hegemonía burguesa.

El pensamiento de Gramsci aparece, pues, suspendido en torno a una ambigüedad básica en torno al status de la clase obrera que lo conduce, finalmente, a una posición contradictoria: por un lado la centralidad política de la clase obrera depende de su salir fuera de sí, del transformar su propia identidad articulando a la misma una pluralidad de luchas y reivindicaciones democráticas —tiene, por tanto, un carácter histórico—; pero, por otro lado, pareciera que ese papel articulador le estuviera asignado por la infraestructura —con lo que pasaría a tener un carácter necesario.

Para Gramsci la historia no es vista como un continuum ascendente de reformas democráticas, sino una serie discontinua de formaciones hegemónicas o bloque históricos.

La socialdemocracia. Entre estancamiento y planismo


El desajuste entre las tareas estrictamente clasistas y las nuevas tareas políticas que el movimiento debía afrontar adoptó una forma característica: la de una contradicción entre el limitado elenco de propuestas y demandas que brotaban del movimiento obrero, y la diversidad y complejidad de los problemas políticos con los que la socialdemocracia —literalmente arrojada en el poder como resultado de la crisis de la posguerra— se veía confrontada. En el campo estrictamente económico, la política dominante de las socialdemocracias fue la de las nacionalizaciones (llamadas «socializaciones») A partir del fiasco de las socializaciones, la socialdemocracia no tuvo el menor proyecto económico alternativo hasta la Gran Depresión.

Las razones de este fracaso son varias, pero pueden reconducirse finalmente a dos que son fundamentales. La primera es la ausencia de todo proyecto hegemónico: habiendo renunciado a todo intento de articular un vasto frente de luchas democráticas, y aspirando a representar pura y simplemente los intereses obreros, la socialdemocracia era impotente para alterar la lógica social y política de los aparatos del Estado. Y en este punto una opción surgía claramente: o bien participar en gabinetes burgueses para obtener un máximo de medidas sociales que favorecieran a los sectores obreros; o bien entrar en una oposición que redoblaba su impotencia. La naturaleza de mero grupo de presión de los intereses sindicales que caracterizaba a la socialdemocracia imponía casi siempre la primera alternativa. Pero hay una segunda razón que explica la parálisis de la socialdemocracia respecto a la posibilidad de todo cambio estructural, y es la persistencia del economicismo de la Segunda Internacional, la idea de que la economía constituye un espacio homogéneo dominado por leyes necesarias y que no es susceptible de regulaciones conscientes.

Fue la Gran Depresión la que obligó a modificar esta perspectiva y dio, a la vez, una nueva base para redefinir la política socialdemócrata. El «planismo» de los años treinta fue la primera expresión del nuevo tipo de actitud. Para los sustentadores de izquierda del planismo, el proyecto era establecer un sistema de economía mixta en el que el sector capitalista iría desapareciendo gradualmente; era, pues, una vía de transición al socialismo. Para una segunda versión de tipo tecnocrático se trataba tan sólo, por el contrario, de establecer un área de intervención estatal que corrigiera —especialmente a través del manejo del crédito— los desajustes propios de la evolución capitalista.

El resultado de esta ausencia de alternativas hegemónicas había de reducir a la socialdemocracia a una mezcla de relación pragmática privilegiada con los sindicatos y de propuestas económicas tecnocráticas —más o menos de izquierda, pero que en todo caso hacían depender todo de soluciones implementadas al nivel del Estado. Esta es la raíz de la  absurda concepción según la cual el grado de «izquierdismo» de un programa se mide por el número de empresas que se propone nacionalizar.

El último reducto del esencialismo: la economía


Se considere a la clase obrera como líder político de una alianza de clases (Lenin), o como núcleo articulador de un bloque histórico (Gramsci), su identidad fundamental se constituye en un terreno distinto de aquel en el que las prácticas hegemónicas operan. Hay así un umbral que ninguna de las concepciones estratégico–hegemónicas traspasa. En consecuencia, al mantener la validez del paradigma economicista en una cierta instancia —última pero decisiva, ya que constituye el sustrato racional de la historia— se le atribuye una necesidad que sólo deja lugar para pensar las articulaciones hegemónicas como simple contingencia. Y este último sustrato racional, que da sentido tendencial a los procesos históricos, tiene una ubicación específica en la topografía de lo social: en el nivel económico. El espacio mismo de la economía se estructura como espacio político y que en él, tanto como en los otros niveles de la sociedad, operan plenamente las que hemos caracterizado como prácticas hegemónicas.

Ahora bien, para que esta ley general del desarrollo de las fuerzas productivas tenga plena vigencia, es necesario que todos los elementos intervinientes en el proceso productivo estén sometidos a sus determinaciones; para esto el marxismo debió recurrir a una ficción: el considerar a la fuerza de trabajo como una mercancía. Contrariamente a los otros elementos necesarios a la producción, no es suficiente para el capitalista comprar la fuerza de trabajo; le es preciso además hacerla producir trabajo. Porque si fuera una mercancía como las otras, es evidente que su valor de uso podría hacerse automáticamente efectivo a partir del hecho mismo de su compra.

La evolución de las fuerzas productivas resulta inteligible sólo si se comprende esta necesidad del capitalista de ejercer su dominación en el seno mismo del proceso de trabajo. Y esto pone en cuestión, desde luego, la idea del desarrollo de las fuerzas productivas como un desarrollo natural, espontáneamente progresivo. Estos dos elementos de la concepción economicista —la fuerza de trabajo como mercancía y el desarrollo de las fuerzas productivas como un proceso neutro— se refuerzan pues mutuamente.

Encarando las consecuencias


En Gramsci la política es concebida como articulación, y a través de su concepto de bloque histórico se introduce una complejidad radical y profunda en la teorización de lo social. La lógica de la hegemonía como lógica de la articulación y de la contingencia ha pasado a implantarse en la propia identidad de los sujetos hegemónicos. Varios puntos se siguen de esta conclusión, que habrán de representar otros tantos puntos de partida de nuestro análisis ulterior.

1. La no-fijación ha pasado a ser la condición de toda identidad social. El carácter fijo de todo elemento social en las primeras teorizaciones de la hegemonía procedía, según vimos, del Vínculo indisoluble existente entre la tarea hegemonizada y la clase que se suponía que era su agente natural; en tanto que el lazo entre la tarea y la clase que la hegemonizaba era meramente factual o contingente. Pero en la medida en que la tarea ha cesado de tener todo vínculo  necesario con una clase, su identidad le es dada tan sólo por su articulación en el interior de una formación hegemónica.

2. Refirámonos brevemente a las dimensiones en las que esta no–fijación de lo social produce sus efectos. Hemos visto que en Rosa Luxemburg la dimensión simbólica que ligaba a los distintos antagonismos y puntos de ruptura era la matriz de nuevas fuerzas sociales. Esta lógica de la constitución simbólica de lo social encontraba, sin embargo, límites precisos en la persistencia, a nivel morfológico, de la concepción economicista de la historia. Pero una vez que ésta se ha disuelto, el desbordamiento de los límites de clase por las varias formas de protesta social puede operar libremente. Pero si esto es así, tres importantes consecuencias se derivan para nuestro análisis.
  • La primera se refiere al vínculo existente entre socialismo y agentes sociales concretos. Hemos mostrado que no hay relación lógica o necesaria entre los objetivos, socialistas y las posiciones de los agentes en las relaciones de producción, y que la articulación entre ambos es externa y no procede de ningún movimiento natural de cada uno de ellos para unirse con el otro.
  • La segunda consecuencia  se refiere a la naturaleza de los «nuevos movimientos sociales», que han sido tan discutidos durante la última década. En este punto, las dos tendencias de pensamiento dominantes son incompatibles con nuestra posición teórica.
  • La tercera consecuencia  se refiere a la forma de concebir la relación entre diferentes posiciones de sujeto, que nuestro análisis ha tendido a destotalizar.

3. Una clase constituida al nivel de las esencias se veía confrontada por contingencias históricas que la forzaban a asumir tareas ajenas a su propia naturaleza. Pero hemos visto, por un lado, que este corte no puede sobrevivir al colapso de la distinción entre esos dos planos; y, por el otro, que en la medida en que hay un avance en la dirección democrática, la tarea hegemonizada altera la identidad del sujeto hegemónico. ¿Significa esto que «hegemonía» fue un concepto meramente transitorio, un momento en la disolución del discurso esencialista, e incapaz por tanto de sobrevivirlo?

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