Stuart Hall, Ideología y medios ‣ Resumen de Melisa Aguilar

Stuart Hall, «El problema de la ideología: el marxismo sin garantías» y «El redescubrimiento de la “ideología”: el retorno de lo reprimido en los estudios de los medios» en Sin garantías, Trayectorias y problemáticas en estudios culturales, Lima/Popayán/Bogotá/Quito, Envión, 2010, capítulos 6 y 7, pp.133-192. Síntesis y resumen de Melisa Araceli Aguilar Quevedo



En los capítulos 6 y 7 de su obra Sin garantías, Stuart Hall plantea los problemas de la ideología en una visión marxista que permita hacer una lectura de lo que vale la pena y debe seguir presente. Hace un análisis del significado de ideología y de las diferentes concepciones que ha tenido a través del modelo y las críticas marxistas y, tras proponer que el problema de la ideología se relaciona con los conceptos y lenguajes del pensamiento, menciona la relación de la ideología con el lenguaje (significados y significantes) y las consecuencias, la manera en que las ideas logran convertirse en “fuerza material” y cómo ayudan a estabilizar la dominación. También analiza la articulación y desarticulación discursiva en la lucha ideológica. Además del lenguaje hace un estudio sobre los medios de comunicación y su participación en la sociedad, de lo que concluye que son “aparatos ideológicos del Estado”.

El problema de la ideología: el marxismo sin garantías


Lo que quiero hacer, es colocar los debates sobre la ideología en el contexto más amplio de la teoría marxista en general. También quiero plantear el tema como un problema general: un problema de teoría, de política y de estrategia. Quiero identificar las debilidades y limitaciones más reveladoras en las formulaciones marxistas clásicas sobre la ideología para así evaluar lo que se ha ganado, lo que merece perderse y lo que tiene que ser conservado —y quizás repensado— a la luz de las críticas.

Pero, primero, ¿por qué el problema de la ideología ha ocupado en los últimos años un lugar tan prominente dentro del debate marxista? Perry Anderson, en su recorrido magistral de la escena marxista de Europa occidental, señaló la preocupación intensa en estos círculos por problemas relacionados con la filosofía, la epistemología, la ideología y las superestructuras.

Claramente consideraba esto una deformación en el desarrollo del pensamiento marxista. El privilegio dado a estas cuestiones en el marxismo —argumentó— refleja el aislamiento general de los intelectuales marxistas de Europa occidental con respecto a los imperativos de la lucha política y organización de las masas; su divorcio de las “tensiones controladoras de una relación directa o activa con una audiencia proletaria”; su distancia de “la práctica popular” y su sometimiento continuado al predominio del pensamiento burgués. Esto había resultado —argumentó— en una desvinculación general con respecto a los temas y problemas clásicos del Marx maduro y del marxismo. La preocupación excesiva por lo ideológico podría tomarse como un signo elocuente de esto.

Creo que debemos rechazar cualquier insinuación de que, si no fuera por las distorsiones producidas por el “marxismo occidental”, la teoría marxista podría haber proseguido cómodamente su camino designado, siguiendo el programa establecido: dejando el problema de la ideología en su lugar subordinado, de segunda categoría. El ascenso a la visibilidad del problema de la ideología tiene un fundamento más objetivo.

Primero, los desarrollos recientes que han tenido lugar en los medios por los cuales la conciencia de masas se forma y se transforma: el crecimiento enorme de las “industrias culturales”. Segundo, los asuntos preocupantes del “consentimiento” masivo de la clase obrera respecto al sistema en sociedades capitalistas avanzadas en Europa y, por consiguiente, su estabilización parcial, ambos en contra de lo que se esperaba. Por supuesto, el “consentimiento”, aunque no puede ser separado de los mecanismos de la ideología, no se mantiene sólo a través de ellos. También refleja cierta debilidad teórica real en las formulaciones marxistas originales sobre la ideología. Y arroja luz sobre algunos de los asuntos más críticos en la estrategia política y la política del movimiento socialista en sociedades capitalistas avanzadas.

El problema de la ideología es dar cuenta, dentro de una teoría materialista, de cómo surgen las ideas sociales. Necesitamos entender cuál es su papel en una formación social particular, así como para configurar la lucha por cambiar la sociedad y abrir el camino hacia una transformación socialista de la sociedad. Por ideología me refiero a los marcos mentales —los lenguajes, los conceptos, las categorías, la imaginería del pensamiento y los sistemas de representación— que las diferentes clases y grupos sociales utilizan para entender, definir, resolver y hacer entendible la manera en que funciona la sociedad.

El problema de la ideología, por lo tanto, se refiere a las maneras en que ideas de diferentes tipos sujetan las mentes de las masas y, de ese modo, llegan a ser una “fuerza material”.

El problema de la ideología está especialmente relacionado con los conceptos y los lenguajes del pensamiento práctico que estabilizan una forma particular de poder y dominación; o que reconcilian a la masa del pueblo con su lugar subordinado en la formación social y la acomodan en él. También está relacionado con los procesos a través de los que surgen nuevas formas de conciencia y nuevas concepciones del mundo, que mueven a las masas del pueblo a la acción histórica contra el sistema imperante.

Marx usaba el término “ideología” más a menudo para referirse específicamente a las manifestaciones del pensamiento burgués; y sobre todo a sus rasgos negativos y distorsionados. También tendía a utilizarlo para rebatir lo que él creía que eran ideas incorrectas, las cuales eran, a menudo, de un tipo bien informado y sistemático (lo que nosotros llamaríamos ahora “ideologías teóricas” o, siguiendo a Gramsci, “filosofías”; a diferencia de las categorías de la conciencia práctica, o lo que Gramsci llamaba “el sentido común”).

Marx adelanta ciertas tesis elaboradas más detalladamente, las cuales han llegado a formar la denominada base teórica clásica. Primero, la premisa materialista: las ideas surgen de las condiciones y circunstancias materiales en las que fueron generadas, y las reflejan.

Expresan las relaciones sociales y sus contradicciones en el pensamiento. La noción de que las ideas proporcionan el motor de la historia, o proceden independientemente de las relaciones materiales y generan sus propios efectos autónomos, se refiere, específicamente, a la ideología burguesa que se declara especulativa e ilusoria. Segundo, la tesis de la determinitud [determinateness]: las ideas son sólo efectos dependientes del nivel que es, en última instancia, determinante en la formación social: el económico. Esto resulta en que las transformaciones en este nivel se manifiestan, tarde o temprano, como modificaciones correspondientes en el nivel social. En tercer lugar, las correspondencias fijas entre el predominio en la esfera socioeconómica y en la ideológica; las “ideas dominantes” son las ideas de la “clase dominante”; la posición de clase de ésta proporciona la asociación, y la garantía de correspondencia, con las ideas dominantes.

El modelo de la ideología de Marx ha sido criticado porque no conceptualizó la formación social como una formación determinada y compleja compuesta por diferentes prácticas, sino como una estructura simple (o una estructura “expresiva”, como la denominó Althusser). Con esto, Althusser quiso decir que una práctica —“lo económico”— determina todas las otras de una manera directa, y cada efecto es proporcionalmente reproducido, simple y simultáneamente (es decir, “expresado”), en todos los otros niveles. Las revisiones de Althusser patrocinaron un alejamiento decisivo del enfoque de las “ideas distorsionadas” y la “falsa consciencia” de la ideología.

Podemos renombrar las “distorsiones” específicas de las que Marx acusó a la economía política para recordar después su aplicabilidad general. Marx las llamó la eternalización de relaciones que son, en realidad, históricamente específicas; y el efecto de naturalización: tratar los productos de un desarrollo histórico específico como si fuesen universalmente válidos, como si no surgieran a través de procesos históricos, sino, por así decirlo, de la Naturaleza misma.

Dentro de la ideología burguesa teórica en su forma más científica, las distorsiones eran, pese a todo, reales y significativas. No destruyeron muchos aspectos de su validez científica; de ahí que no fuera “falsa” simplemente porque estaba confinada dentro de los límites y el horizonte del pensamiento burgués. Además, las distorsiones limitaban su validez científica, su capacidad de ir más allá de ciertos puntos, su habilidad para resolver sus propias contradicciones internas, su poder para pensar fuera de la piel de las relaciones sociales reflejadas en ella.

Marx extrapoló varias de las tesis que han llegado a formar el territorio contencioso de la teoría de la ideología. Primero, estableció como una fuente de “ideas” un punto o momento particular del circuito económico del capital. Segundo señaló cómo se puede efectuar la conversión de categorías económicas a ideológicas, así como la relación entre el “intercambio de equivalentes del mercado” y las nociones burguesas de “Libertad” e “Igualdad”; entre el hecho de que cada uno debe poseer los medios para el intercambio y las categorías legales de los derechos de propiedad. Tercero, definió de manera más precisa lo que quiere decir con “distorsión”. Pues este “despegar” desde el punto de intercambio del circuito del capital es un proceso ideológico. Así, la ideología “oscurece, esconde, encubre” otro conjunto de relaciones: aquellas que no aparecen en la superficie sino que se encubren en la “morada secreta” de la producción.

Las categorías ideológicas “esconden” esta realidad subyacente y la sustituyen por la “verdad” de las relaciones de mercado. De muchas formas, entonces, el pasaje contiene los así llamados pecados capitales de la teoría clásica marxista de la ideología, todos en uno: el reduccionismo económico, una correspondencia demasiado simple entre lo económico y lo político-ideológico; las distinciones de verdadero vs. falso, real vs. distorsión, “verdadera” conciencia vs. falsa conciencia.

El lenguaje es el medio por excelencia a través del cual las cosas se “representan” en el pensamiento y, así, el medio en el que la ideología se genera y se transforma. Pero, en el lenguaje, la misma relación social se puede representar e interpretar de forma diferente. Y esto es así porque el lenguaje por naturaleza no está fijado en una relación de uno a uno con su referente sino que es “multireferencial”: puede construir diferentes significados alrededor de lo que es, aparentemente, la misma relación o el mismo fenómeno social.

Marx dice que, en un mundo donde los mercados existen y el intercambio de mercado domina la vida económica, sería verdaderamente extraño que no hubiera ninguna categoría que nos permitiera pensar, hablar y actuar en relación con él. En ese sentido, todas las categorías económicas—burguesas o marxistas— expresan relaciones sociales existentes. Pero creo que también se desprende del argumento que las relaciones de mercado no se representan siempre por las mismas categorías de pensamiento.

No hay ninguna relación fija e inmutable entre lo que es el mercado y la manera como es interpretado dentro de un marco ideológico o explicativo.

El análisis ya no se organiza alrededor de la distinción entre lo “real” y lo “falso”. Los efectos de la ideología, que ocultan y mistifican, ya no se perciben como el producto de un engaño o una ilusión mágica. Ni se atribuyen simplemente a la falsa conciencia, en la cual nuestros pobres proletarios ignorantes y no teóricos están confinados para siempre. Las relaciones en las que existen las personas son las “relaciones reales”, y las categorías y conceptos que usan las ayudan a entenderlas y a articularlas en sus mentes. Pero —y aquí podemos estar en un camino contrario al que se asocia usualmente con el “materialismo”— las relaciones económicas no pueden por sí solas prescribir una manera única, fija e inmutable de conceptualizarlas. Puede ser “expresada” dentro de diferentes discursos ideológicos

Decir que un discurso teórico nos permite entender una relación concreta adecuadamente “en el pensamiento” significa que el discurso nos proporciona un entendimiento más completo de todas las relaciones distintas que componen esa relación, así como de las muchas determinaciones [determinations] que forman sus condiciones de existencia. Significa que nuestro entendimiento, antes que una abstracción superficial y unilateral, es concreto y total. Las explicaciones unilaterales, que son explicaciones del tipo parcial, parte por la totalidad, y que sólo nos permiten abstraer un elemento (el mercado, por ejemplo) y explicarlo, son inadecuadas precisamente por esos motivos. Sólo por esa razón pueden ser consideradas “falsas”. Aunque, en sentido estricto, el término es engañoso si lo que tenemos en mente es alguna distinción simple, de todo o nada, entre lo Verdadero y lo Falso, o entre la Ciencia y la Ideología. Afortunada o desafortunadamente, las explicaciones sociales rara vez caen en casillas tan ordenadas.

Las categorías ideológicas que están en uso nos posicionan en relación con la descripción del proceso tal como es retratado en el discurso. Todas estas inscripciones tienen efectos que son reales. Logran causar una diferencia material, pues la manera en que actuamos en ciertas situaciones depende de cuáles son nuestras definiciones de la situación.

Laclau ha demostrado definitivamente la naturaleza insostenible de la proposición de que las clases, como tales, son los sujetos de ideologías de clase fijas y atribuidas. También ha desmantelado la proposición de que ideas y conceptos particulares “pertenecen” exclusivamente a una clase en particular. Ha demostrado, con efectos considerables, que ninguna formación social corresponde a esta imagen de ideologías de clase atribuidas. Asimismo, ha argumentado convincentemente que la noción de ideas particulares fijadas permanentemente a una clase particular es antitética con lo que sabemos ahora acerca de la naturaleza del lenguaje y del discurso.

Las ideas y los conceptos no se dan, en el lenguaje o en el pensamiento, de esa manera única, aislada, con su contenido y su referencia fijos. El lenguaje, en su sentido más amplio, es el vehículo del razonamiento, de la conciencia y del cálculo práctico por la manera en que ciertos significados y referencias han sido asegurados históricamente. Pero su convicción depende de la “lógica” que conecta una proposición con otra en una cadena de significados donde las connotaciones sociales y el significado histórico se condensan y reverberan.

Además, estas cadenas nunca están permanentemente aseguradas, ni en sus sistemas de significados internos ni en términos de las clases y los grupos sociales a los cuales “pertenecen”. De otro modo, la noción de lucha ideológica y la transformación de la conciencia —cuestiones centrales en la política de cualquier proyecto marxista— serían una farsa vacía, una danza de figuras retóricas muertas.

Así, varias clases diferentes usarán un mismo lenguaje. Como resultado, acentos distintamente orientados se cruzan en cada signo ideológico. El signo se vuelve la arena de la lucha de clases [...] Un signo que ha sido retirado de las presiones de la lucha social —que, para decirlo de algún modo, es inaceptable para la lucha social— inevitablemente pierde fuerza, degenera en una alegoría y se vuelve el objeto no de inteligibilidad social viva, sino de comprensión filológica, como sostiene Volóshinov.

La expropiación del concepto tiene que ser rebatida a través del desarrollo de una serie de polémicas, a través de conducir formas particulares de lucha ideológica: separando un significado del concepto del ámbito de la conciencia pública para suplantarlo dentro de la lógica de otro discurso político.

Lo que importa es la crítica a la que tal complejo ideológico es sometido por los primeros representantes de la nueva fase histórica. Esta crítica posibilita un proceso de diferenciación y cambio en el peso relativo que antes poseían los elementos de lo ideológico antiguo. Lo que anteriormente era secundario y subordinado, o hasta incidental, ahora se supone que es primario: se vuelve el núcleo de un nuevo complejo ideológico y teórico. La antigua voluntad colectiva —dice Gramsci— se disuelve en sus elementos contradictorios, ya que los subordinados se desarrollan socialmente, etc.

Las ideologías no se vuelven efectivas como fuerza material porque emanan de las necesidades de clases sociales plenamente constituidas. No obstante, lo contrario también es cierto, aunque invierte la relación entre las ideas y las fuerzas. Ninguna concepción ideológica puede volverse materialmente efectiva a no ser que y hasta que pueda ser articulada al campo de fuerzas políticas y sociales y a las luchas entre las diferentes fuerzas que están en juego.

Las ideas sólo se vuelven efectivas si es que, al final, se conectan con una constelación particular de fuerzas sociales. En ese sentido, la lucha ideológica es una parte de la lucha social general por el dominio y el liderazgo: en una palabra, por la hegemonía. Pero la “hegemonía”, en el sentido de Gramsci, no designa la simple escalada de una clase entera al poder, con su “filosofía” plenamente constituida, sino al proceso por el cual se construye un bloque histórico de fuerzas sociales y se asegura su ascendencia. Entonces, la manera en que nosotros conceptualizamos la relación entre “ideas dominantes” y “clases dominantes” se piensa mejor en términos de los procesos de “dominación hegemónica” el emparejamiento efectivo de las ideas dominantes con el bloque histórico que ha adquirido poder hegemónico en un período particular es lo que el proceso de lucha ideológica pretende asegurar.

Lo económico proporciona el repertorio de categorías que será utilizado en el pensamiento. Lo que lo económico no puede hacer es (a) proporcionar los contenidos de los pensamientos particulares de clases sociales o grupos particulares en cualquier momento específico; ni (b) fijar o garantizar por siempre qué ideas serán usadas por qué clases. La determinación [determinancy] que proporciona lo económico para lo ideológico puede darse, por lo tanto, sólo en la medida en que lo primero asigne los límites para definir el terreno de las operaciones, estableciendo las “materias primas” del pensamiento. Las circunstancias materiales son la red de restricciones, las “condiciones de existencia” del pensamiento práctico y del cálculo sobre la sociedad.

Lo económico no puede efectuar una clausura final sobre el ámbito de la ideología en el sentido estricto de garantizar siempre un resultado. No siempre puede asegurar un conjunto particular de correspondencias o proporcionar modos particulares de razonamiento para clases particulares según su lugar dentro de su sistema.

Esto ocurre, precisamente, debido a que (a) las categorías ideológicas se desarrollan, generan y transforman según sus propias leyes de desarrollo y evolución, aunque, claro está, se generan desde materiales dados; y a (b) la “apertura” necesaria del desarrollo histórico a la práctica y la lucha. Tenemos que reconocer la indeterminación [indeterminancy] real de lo político, el nivel que condensa todos los demás niveles de la práctica y asegura su funcionamiento en un sistema de poder particular.

Lo “científico” de la teoría marxista de la política es que procura entender los límites de la acción política dados por el terreno sobre el que opera. Este terreno se define no por las fuerzas que podemos predecir con la certeza de la ciencia natural, sino por el balance existente de fuerzas sociales, naturaleza específica y coyuntura concreta.

Es “científica” porque se entiende a sí misma como determinada y porque procura desarrollar una práctica que se informa teóricamente. Pero no es “científica” en el sentido de que las consecuencias y los resultados políticos de la conducta de las luchas políticas estén ya dispuestos por las estrellas económicas.

Entender la “determinación” [determinacy] en términos de la asignación de límites, el establecimiento de parámetros, la definición del espacio de las operaciones, las condiciones concretas de la existencia, lo “dado” de las prácticas sociales, en vez de entenderla en términos de la predictibilidad absoluta de resultados particulares, es la única base de un “marxismo sin garantías finales”.

El paradigma de sistemas de pensamiento perfectamente cerrados, perfectamente predecibles, corresponde a la religión o a la astrología, no a la ciencia. Sería preferible, desde esta perspectiva, pensar en el “materialismo” de la teoría marxista en términos de la “determinación [determination] por lo económico en primera instancia”, ya que el marxismo seguramente tiene razón, en contra de todo idealismo, en insistir en que ninguna práctica social o conjunto de relaciones flota libre de los efectos determinados de las relaciones concretas en que se da. No obstante, la “determinación [determination] en última instancia” ha sido por mucho tiempo depositaria del sueño perdido o de la ilusión de la certeza teórica.

Y esto ha tenido un gran costo, ya que la certeza estimula la ortodoxia, los rituales congelados, la entonación de una verdad ya atestiguada y todos los demás atributos de una teoría incapaz de ideas frescas. Representa el fin del proceso de teorización, del desarrollo y refinamiento de nuevas explicaciones y conceptos que, por sí solos, constituyen el signo de un cuerpo de pensamiento vivo, aún capaz de captar y entender algo de la verdad sobre las nuevas realidades históricas.

El redescubrimiento de la “ideología”: el retorno de lo reprimido en los estudios de los medios


Aunque las diferencias entre los enfoques “convencionales” y “críticos” podrían parecer, a primera vista, principalmente metodológicas y de procedimiento, esta apariencia es, según nuestro punto de vista, falsa. Diferencias profundas en perspectiva teórica y en cálculo político distinguen el uno del otro. Estas diferencias aparecen por primera vez en relación con el análisis de los medios. Pero, detrás de este objeto de atención inmediato, hay diferencias más amplias en términos de cómo las sociedades o las formaciones sociales en general han de ser analizadas.

La manera más simple de caracterizar el cambio de perspectivas “convencionales” a perspectivas “críticas” en términos del movimiento es desde, esencialmente, una perspectiva conductista a una perspectiva ideológica.


“Sueño vuelto realidad”: el pluralismo, los medios y el mito de la integración


La cuestión central que interesaba a los sociólogos mediáticos estadounidenses durante este período era la cuestión de los efectos de los medios. Estos efectos —se asumía— podrían identificarse y analizarse mejor, en términos de los cambios que se decía que los medios habían efectuado en la conducta de individuos expuestos a su influencia. El enfoque era “conductista” también en un sentido más metodológico. La especulación sobre los efectos de los medios tenía que estar sujeta a los tipos de prueba empírica que caracterizaban la ciencia social positivista. Este enfoque se instaló como el dominante en la floreciente investigación de los medios en Estados Unidos, en los años cuarenta. Su predominio iba paralelo a la hegemonía institucional de la ciencia conductista estadounidense a escala mundial, en los días felices de los años cincuenta y a principios de los sesenta. Su declive iba paralelo al de los paradigmas sobre los que aquella hegemonía intelectual se había fundado. Aunque las cuestiones teóricas y metodológicas eran de importancia central en este cambio de dirección, sin duda no pueden aislarse de sus contextos históricos y políticos. El debate de “la sociedad de masas/la cultura de masas” en realidad se remonta, por lo menos, al siglo XVIII. Sus términos fueron definidos por primera vez en el período del ascenso de una cultura comercial urbana, la cual fue interpretada en la época como una amenaza a los valores culturales tradicionales debido a su dependencia directa de la producción cultural para sostener un mercado. Pero el debate se reanimó de una forma particularmente intensa al final del siglo XIX.

El debate de la cultura de masas efectivamente identificó un cambio profundo y cualitativo en las relaciones sociales, que ocurrió en muchas sociedades capitalistas, industriales y avanzadas, en este período. Aunque la naturaleza de estas transformaciones históricas no podía entenderse adecuadamente o teorizarse correctamente dentro de los términos de la tesis de la “sociedad de masas”, estos fueron efectivamente los términos que prevalecieron cuando el “debate” pasó de nuevo a primer plano al comienzo de lo que, hoy en día, quisiéramos caracterizar como la transición a los monopolios del desarrollo capitalista avanzado.

Los efectos por los que más se interesó este enfoque, más especulativo, pueden ser agrupados bajo tres gruesos encabezamientos. Algunos fueron definidos como culturales: el desplazamiento, la degradación y la trivialización de la alta cultura como resultado de la diseminación de la cultura de masas asociada a los nuevos medios. Algunos fueron definidos como políticos: la vulnerabilidad de las masas a los falsos encantos, la propaganda y la influencia de los medios. Algunos fueron definidos como sociales: la desintegración de los vínculos comunitarios, de “Gemeinschaft", de los grupos intermediarios de cara-a-cara y la exposición de las masas a las influencias comercializadas de las élites, a través de los medios.

Desde que el mensaje se asumió como una especie de concepto lingüístico vacío, fue obligado a reflejar las intenciones de sus productores de una manera relativamente simple. Fue simplemente el medio a través del cual las intenciones de los comunicadores influenciaron eficazmente la conducta de los receptores individuales.

Ocasionalmente, se anunciaban movidas para volver más completamente social el modelo de la influencia de los medios. Pero éstas, en gran medida, permanecieron en el nivel de promesas programáticas incumplidas. Los métodos para codificar y procesar un corpus inmenso de mensajes de una manera objetiva y empíricamente-verificable (el análisis de contenido) eran inmensamente sofisticados y refinados. Pero, conceptualmente, el mensaje de los medios, como vehículo simbólico de signos o discurso estructurado con su propia complejidad y estructuración interna, permaneció completamente sin desarrollar en lo teórico.

La conclusión de que, después de todo, los medios no eran muy influyentes se fundó en la creencia de que, en su sentido cultural más amplio, los medios en gran medida reforzaban aquellos valores y normas que ya habían alcanzado un amplio fundamento consensuado. Ya que el consenso era “una cosa buena”, aquellos efectos reforzadores de los medios fueron leídos de una manera benigna y positiva.

La noción de la percepción selectiva fue introducida posteriormente, para tomar en cuenta el hecho de que diferentes individuos podían traer su propia estructura de atención y selectividad a lo que ofrecían los medios. Pero estas interpretaciones diferenciales tampoco fueron referidas a una teoría de la lectura o a un mapa complejo de ideologías. Fueron, por el contrario, interpretadas funcionalmente.

Los desviados y el consenso


La suposición de un consenso integral y orgánico hizo que fueran inaceptables ciertos grupos empíricamente identificables. Ya que, en primera instancia, estos grupos no fueron concebidos para estar organizados en torno a principios estructurales o ideológicos encontrados, se definieron exclusivamente en términos de su desviación del consenso. Estar fuera del consenso era estar, no en un sistema-de-valores alternativo, sino simplemente fuera de las normas como tales: ser sin-norma [normless], y, por lo tanto, anómico. En una teoría de la sociedad de masas, ser anómico se consideraba una condición particularmente vulnerable a ser excesivamente influenciada por los medios.

Pero cuando estas formaciones desviadas empezaron a ser estudiadas más de cerca, se vio claramente que a menudo tenían enfoques de integración alternativos. Luego, estos enclaves fueron definidos como “subculturales”. Pero la relación de las subculturas con la cultura dominante siguió definiéndose culturalmente. Esto es, la desviación subcultural podía entenderse como algo que aprende, se afilia o se subscribe a una “definición de la situación” distinta o desviada de lo institucionalizado, dentro del sistema de valores nucleares.

El desviado social [career deviant] en una subcultura se había suscrito de manera definitiva a, digamos, una definición del consumo de drogas que el consenso dominante consideraba fuera de la norma (con la excepción del alcohol y el tabaco que, inexplicablemente, tenían una importancia especial dentro del sistema estadounidense central de valores). Por un tiempo, estas distintas “definiciones de la situación” se dejaron simplemente unas al lado de las otras. Los teóricos subculturales empezaron a investigar la rica vida subyacente de las comunidades desviadas, sin preguntar mucho sobre cómo se conectaban con el sistema social mayor. Robert Merton es uno de los pocos sociólogos que, desde una posición dentro de la perspectiva estructural funcionalista o de “anomia”, tomaba esta cuestión en serio. Pronto se vio claramente que estas diferenciaciones entre formaciones “desviadas” y “consensuales” no eran naturales sino definidas socialmente, y por ende históricamente variables.

Estaban involucrados asuntos de poder cultural y social —el poder para definir las reglas del juego al que todos estaban obligados a adscribirse— en las transacciones entre los que eran adeptos del consenso y los que eran tildados de desviados. Existía lo que Howard Becker, uno de los primeros “apreciadores” de la desviación, llamaba una “jerarquía de credibilidad”.

Los desviados fueron identificados y etiquetados de manera definitiva: el proceso de etiquetamiento sirvió para movilizar en su contra la censura moral y la sanción social. Esto tuvo la consecuencia de reforzar la solidaridad interna de la comunidad moral. Pero también sirvió para imponer una mayor conformidad a las “reglas” de la sociedad a través de castigar y estigmatizar a aquellos que se desvían de ellas. Más allá del límite de la censura moral estaban, por supuesto, todas aquellas prácticas más severas de procesamiento y de aplicación legal que castigaban, en nombre de la sociedad, a los infractores desviados. Entonces surgió la pregunta: ¿quién tenía el poder de definir a quién? Y, más pertinentemente, ¿en el interés de qué se aseguraba la disposición de poder entre los que definen y los definidos? ¿En el interés de quién “funcionaba” el consenso? ¿Qué tipo particular de orden especial sostenía y sustentaba?

Esto ya no era simplemente aquella forma de orden social revelada expresivamente en el “acuerdo espontáneo de estar de acuerdo en los principios básicos” de la gran mayoría: no fue simplemente el “vínculo social” que fue impuesto. Fue un consentimiento a un tipo particular de orden social; un consenso alrededor de una forma particular de sociedad: la integración dentro de las reglas de un conjunto muy definitivo de estructuras sociales, económicas y políticas y la conformidad con ellas. Fue por el bien de estas estructuras —en un sentido directo o indirecto— que se puede decir que las reglas “funcionan”. El orden social ahora parecía una proposición bastante distinta. Implicaba la imposición de disciplina social, política y legal. Estaba articulado con lo que existía: con las disposiciones de clase, poder y autoridad dadas: con las instituciones de la sociedad establecidas. Este reconocimiento problematizaba radicalmente toda la noción de “consenso”.

Una segunda ruptura, entonces, surgió en torno a la noción de las “definiciones de la situación”. Lo que sugería este término era que un elemento crucial en la producción del consentimiento era cómo se definían las cosas. La realidad ya no podía verse como simplemente un conjunto dado de hechos: era el resultado de una manera particular de construir la realidad. Los medios definían, y no meramente reproducían, “la realidad”. Las definiciones de la realidad se mantenían y se producían a todo lo largo de esas prácticas lingüísticas (en el sentido amplio), por medio de las cuales se representaban definiciones selectivas de “lo real”. Pero la representación es una noción muy distinta a la de reflejar. Implica el trabajo activo de seleccionar y presentar, de estructurar y moldear: no meramente la transmisión de un significado ya existente, sino la labor más activa de hacer que las cosas signifiquen.

El mensaje ahora tenía que analizarse, no en términos de su “mensaje” manifiesto, sino en términos de su estructuración ideológica. El paso del modelo pluralista al modelo crítico de la investigación de los medios implicaba, principalmente, un cambio de un modelo de poder unidimensional a los modelos bi o tridimensionales en las sociedades modernas. Desde el punto de vista de los medios, lo que estaba en cuestión ya no eran los mensajes de requerimientos específicos, de A a B, para que haga esto o aquello, sino el dar forma a todo el ambiente ideológico: una manera de representar el orden de cosas que dotaba sus perspectivas limitantes de aquella inevitabilidad natural o divina que las hace parecer universales, naturales y colindantes con la “realidad” misma.

Este movimiento —hacia ganar una validez y una legitimidad universal para las descripciones del mundo que son parciales y particulares, y hacia fundamentar estas construcciones particulares en lo dado-por-sentado de “lo real”— es, efectivamente, el mecanismo característico y distintivo de “lo ideológico”.

El paradigma crítico


¿Cómo funciona el proceso ideológico y cuáles son sus mecanismos? ¿Cómo debe concebirse “lo ideológico” en relación con otras prácticas dentro de una formación social? El debate se desarrolló en ambos frentes, simultáneamente.

El primero, que concernía a la producción y a la transformación de los discursos ideológicos, fue moldeado con fuerza por teorías relacionadas al carácter simbólico y lingüístico de los discursos ideológicos: la noción de que la elaboración de la ideología encontraba en el lenguaje (concebido de manera amplia) su esfera de articulación verdadera y privilegiada. El segundo, que concernía a cómo conceptualizar la instancia ideológica dentro de una formación social, también se volvió el lugar de un amplio desarrollo teórico y empírico.

Inventarios culturales


La hipótesis de Sapir-Whorf sugirió que cada cultura tenía una manera distinta de clasificar el mundo. Argumentó que los esquemas se reflejarían en las estructuras lingüísticas y semánticas de sociedades distintas. Lévi-Strauss trabajó una idea similar, aunque gradualmente se interesó menos en la especificidad cultural del sistema de clasificaciones de cada sociedad, y se dedicó más a esbozar las “leyes” universales de la significación —una “gramática” cultural universal transformacional, común a todos los sistemas culturales— asociadas con la función cognitiva, las leyes de la mente. Así, Lévi-Strauss realizó tal análisis de los sistemas y mitos culturales de las sociedades llamadas “primitivas”, “sociedades sin historia”, como las llamaba. Estos ejemplos calzaban bien con su universalismo, ya que sus sistemas culturales eran muy repetitivos, al consistir a menudo en el entrelazamiento de diferentes transformaciones de los mismos “conjuntos” clasificatorios muy limitados.

Mostró cómo una construcción aparentemente “libre” de discursos ideológicos particulares podía concebirse como transformaciones trabajadas, a base de la misma red ideológica básica. Lévi-Strauss estaba siguiendo la convocatoria de Saussure al desarrollo de una “ciencia general de signos”: la semiología, el estudio de “los signos de vida en el corazón de la vida social”.

El significado es una producción social, una práctica. Se tiene que hacer que el mundo signifique. El lenguaje y la simbolización son los medios a través de los que se produce el significado. Este enfoque destronó la noción referencial del lenguaje, que había sostenido al análisis de contenido previo, donde el significado de un término o una oración particular podía ser validado simplemente a través de mirar a lo que hacía referencia en el mundo real.

Por el contrario, se había considerado al lenguaje como el medio en el cual se producían significados específicos. Lo que esta idea puso en cuestión, entonces, fue el asunto de qué tipos de significado se construyen alrededor de eventos particulares. Ya que el significado no era dado sino producido, se siguió que diferentes tipos de significado se podían atribuir a los mismos eventos. Así, para que un significado se produzca regularmente, tenía que ganarse una especie de credibilidad o legitimidad, o darse por sentado. Eso suponía marginar, rebajar de categoría y deslegitimar las construcciones alternativas.

Los acercamientos convencionales al contenido de los medios han asumido que las cuestiones de selección y exclusión; el editar juntas distintas versiones; el construir una “historia” partiendo de una descripción; el uso de tipos particulares de exposiciones narrativas; la manera en que los discursos verbales y visuales de, digamos, la televisión se articularon para tener cierto tipo de sentido; eran todos asuntos meramente técnicos. Eran adyacentes a la cuestión de los efectos sociales de los medios sólo en la medida en que la mala edición o los modos complejos de narración podrían llevar a la incomprensión por parte del televidente, y así impedir que el significado preexistente de un evento, o la intención de la emisora de comunicar claramente, pase de una manera ininterrumpida o transparente al receptor. Pero, desde el punto de vista de la significación, todos eran elementos o formas elementales de una práctica social. Eran el medio a través del cual se construían explicaciones particulares.

La significación era una práctica social porque, dentro de las instituciones de los medios, se había desarrollado una forma particular de organización social que permitía que los productores (las emisoras) emplearan el medio de la producción de significado a su disposición (el equipo técnico) a través de uno de sus usos prácticos (la combinación de los elementos de significación identificados arriba) para producir un producto (un significado específico). La especificidad de las instituciones mediáticas se encontraba, por lo tanto, precisamente en la manera en la que se organizaba una práctica social para producir, así, un producto simbólico.

La significación se diferenciaba de otros procesos modernos de trabajo precisamente debido a que el producto que producía la práctica social era un objeto discursivo. Lo que lo diferenciaba entonces, como práctica, era precisamente la articulación de elementos sociales y simbólicos.

Las políticas de la significación


El poder de significar no es una fuerza neutral en la sociedad. La ideología no sólo se ha vuelto una “fuerza material” real, para utilizar una expresión antigua, porque es “real” en sus efectos, sino que también se ha vuelto un escenario de lucha (entre definiciones enfrentadas) y una apuesta en la realización de luchas particulares. La ideología ya no puede verse como una variable dependiente, un mero reflejo de una realidad previamente dada en la mente. Tampoco son predecibles sus resultados, mediante la derivación desde alguna lógica determinista simple.

Dependen del balance de fuerzas en una coyuntura histórica particular: de la “política de la significación”. Lévi-Strauss sugirió que la significación dependía, no del significado intrínseco de términos aislados particulares, sino del conjunto organizado de elementos interrelacionados dentro de un discurso.

El lenguaje constituía el significado a través de puntuar el continuo de la Naturaleza, para volverlo un sistema cultural. Una posición kantiana o neo-kantiana diría que, por lo tanto, nada existe excepto lo que existe en el lenguaje. Otra lectura es que, aunque el mundo existe fuera del lenguaje, sólo podemos entenderlo a través de su apropiación en el discurso.

A esto, Lévi-Strauss añadió un punto más estructuralista: que no es la enunciación particular de los hablantes la que proporciona el objeto de análisis, sino el sistema clasificatorio que subyace a esos enunciados y desde el que se producen, como una serie de transformaciones variantes:
Si las ideologías son estructuras [...] entonces no son ‘imágenes’ ni ‘conceptos’ (podemos decir, no son contenidos) sino conjuntos de reglas que determinan una organización y el funcionamiento de imágenes y conceptos [...] La ideología es un sistema de codificación de la realidad y no un conjunto determinado de mensajes codificados [...] De esta manera, la ideología se vuelve autónoma en relación con la conciencia o la intención de sus agentes: éstos pueden estar concientes de sus puntos de vista sobre las formas sociales pero no de las condiciones semánticas (las reglas y categorías o la codificación) que hacen posibles estos puntos de vista [...] Desde esta perspectiva, entonces, una ‘ideología’ puede definirse como un sistema de reglas semánticas para generar mensajes [...] es uno de los muchos niveles de organización de mensajes, desde el punto de vista de sus propiedades semánticas.

Los teóricos posteriores han propuesto que los discursos ideológicos de una sociedad particular funcionan de un modo análogo. Se podría decir por lo tanto, según este punto de vista, que los esquemas clasificatorios de una sociedad consisten en elementos o premisas ideológicos. Las formulaciones discursivas particulares serían, entonces, ideológicas, no por el prejuicio manifiesto ni las distorsiones de sus contenidos superficiales, sino porque fueron generadas desde una matriz o conjunto ideológico limitado, o eran transformaciones basadas en ella.

El efecto realidad


En el enfoque referencial, se pensaba que el lenguaje era transparente a la verdad de “la realidad misma”, que meramente transfería este significado de origen al receptor. El mundo real era tanto el origen como la justificación de la verdad de cualquier afirmación sobre él. Pero en la teoría del lenguaje convencional o constructivista, la realidad llegó a entenderse, por el contrario, como el resultado o el efecto de cómo se han significado las cosas.

Gran parte del poder de la televisión para significar se encontraba en su carácter visual y documental, su inscripción de sí misma como meramente una “ventana al mundo”, que muestra las cosas como son realmente. Sus proposiciones y explicaciones fueron sustentadas por haber basado su discurso en “lo real”, en la evidencia de los ojos de uno.

El discurso visual es particularmente vulnerable porque los sistemas de reconocimiento visual de los que depende están tan ampliamente disponibles, en cualquier cultura, que parecen no involucrar ninguna intervención de codificación, selección o disposición. Parece reproducir el verdadero rastro de la realidad en las imágenes que transmite. Esto, por supuesto, es una ilusión —la “ilusión naturalista”— ya que la combinación del discurso verbal y visual que produce este efecto de “realidad” requiere los procedimientos de codificación más hábiles y elaborados: montar, vincular y coser los elementos, trabajándolos para que sean un sistema de narración o exposición que “tenga sentido”.

La “lucha de clases en el lenguaje”


Dentro del marco de un enfoque más lingüístico, teóricos como Pêcheux (1975) iban a demostrar cómo la lógica y el sentido de los discursos particulares dependían de que hagan referencia, dentro del discurso, a estos elementos preconstruidos. También señalaría cómo el discurso, en sus sistemas de narración y exposición, hacía que sus conclusiones se adelantaran, lo cual le permitía realizar ciertos significados potenciales dentro de la cadena o lógica de sus inferencias, y cerrando otras posibilidades. Cualquier hilo discursivo particular estaba anclado dentro de todo un campo discursivo o complejo de discursos existentes (el “interdiscurso”); y éstos constituyeron los pre-significados de sus afirmaciones o enunciaciones. Claramente, lo “preconstituido” era una manera de identificar, lingüísticamente, lo que, en un sentido más histórico, Gramsci llamó el inventario del “sentido común”.

Así, una vez más, se forjó el vínculo, en el análisis ideológico, entre los asuntos lingüísticos o semiológicos, por un lado, y el análisis histórico de las formaciones discursivas del “sentido común” por el otro. Al hacer referencia, dentro de su sistema de narración, a “lo que ya se conocía”, los discursos ideológicos se justificaron a sí mismos en las reservas comunes del saber en la sociedad y, además, las reprodujeron selectivamente.

Uno tenía que explicar cómo era posible que el lenguaje tuviera esta referencialidad múltiple al mundo real. Aquí, la naturaleza polisémica del lenguaje —el hecho de que el mismo conjunto de significantes podía acentuarse de diversas maneras en esos significados— resultó ser de valor inmenso.

El significado, una vez que se problematiza, debe ser el resultado, no de una reproducción funcional del mundo en el lenguaje, sino de una lucha social —una lucha por el dominio en el discurso— por el tipo de acentuación social que prevalecerá y ganará credibilidad. Esto reintrodujo tanto la noción de “intereses sociales orientados de manera diferente” como la concepción del signo como “un escenario de lucha”, dentro la consideración del lenguaje y del “trabajo” de la significación.

La misma referencia puede significarse de diferentes maneras en sistemas semánticos distintos; y algunos sistemas pueden constituir diferencias que otros sistemas no tienen manera de reconocer o puntuar. Las equivalencias, entonces, se aseguraban a través de la práctica discursiva. Pero esto también significaba que tal práctica era condicional.

Los significados que habían sido efectivamente asociados también podían ser desasociados. La “lucha en el discurso” consistía por lo tanto, precisamente, en este proceso de articulación y desarticulación discursiva. Sus consecuencias, en el resultado final, sólo podían depender de la fuerza relativa de las “fuerzas en la lucha”, el equilibrio entre ellas en cualquier momento estratégico, y la realización efectiva de la “política de la significación”.

A veces, la lucha de clases en el lenguaje ocurría entre dos diferentes términos: la lucha, por ejemplo, por reemplazar el término “inmigrante” con el término “negro”. Pero a menudo la lucha tomó la forma de una acentuación distinta del mismo término: por ejemplo, el proceso por medio del cual el color despectivo “negro” se volvió el valor elevado “Negro”.

Hegemonía y articulación


Se siguió que los signos (y, por una extensión mayor, cadenas enteras de significantes, discursos enteros) no podían asignarse, de una manera determinada, permanentemente a ninguna parte en la lucha. Ya que la ideología podía realizarse a través de la acentuación semántica del mismo signo ideológico, se siguió que, aunque ésta y el lenguaje estaban vinculados íntimamente, no podían ser la misma cosa. Se tenía que mantener una distinción analítica entre los dos términos.

Aunque el discurso podía volverse escenario de lucha social, y todos los discursos implicaban ciertas premisas claras sobre el mundo, esto no era lo mismo que atribuir las ideologías a las clases de una manera fija, necesaria o determinada. Los términos ideológicos y elementos no “pertenecen” necesariamente a las clases de esta manera definitiva: y no se derivan necesaria ni inevitablemente de esta posición de clase.

La “lucha por el significado” no se desarrolla, exclusivamente, en las condensaciones discursivas a las que son sujetos diferentes elementos ideológicos. También estaba la lucha por el acceso a los mismos medios de significación: la diferencia entre aquellos testigos y portavoces acreditados que tenían un acceso privilegiado, por derecho propio, al mundo del discurso público y cuyas afirmaciones llevaban la representatividad y la autoridad que les permitía establecer el marco o los términos primarios de un argumento.

El hecho de que uno no podría leer la posición ideológica de un grupo social o individuo desde la posición de clase, sino que tendría que tomar en cuenta cómo se llevaba a cabo la lucha por el significado, implica que la ideología dejó de ser un mero reflejo de las luchas que tenían lugar o que eran determinadas en otro sitio (por ejemplo, en el nivel de la lucha económica).

Esto dio a la ideología una independencia relativa o “autonomía relativa”. La ideología podría proporcionar conjuntos de representaciones y discursos a través de los que vivimos, “de manera imaginaria, nuestra relación con nuestras condiciones de existencia reales”. Pero era tan “real” o “material” como las llamadas prácticas no ideológicas, porque afectaba su resultado. Era “real” porque era real en sus efectos. Era determinada, porque dependía de que se cumplan otras condiciones. La ideología también era determinante, porque, dependiendo de cómo se llevaba a cabo la lucha ideológica, los resultados materiales se afectarían de manera positiva o negativa.

La ideología en la formación social


Las formaciones sociales complejas tenían que analizarse en términos de las instituciones y prácticas económicas, políticas e ideológicas a través de las que fueron elaboradas. A cada uno de estos elementos tenía que atribuírsele un peso específico, en la determinación de los resultados de coyunturas particulares. La cuestión de la ideología no podía extrapolarse de algún otro nivel —el económico, por ejemplo— como proponían algunas versiones del marxismo clásico. Pero tampoco podía asumirse o tratarse la cuestión del consenso de valores como un proceso dependiente que meramente refleja en la práctica aquel consenso ya logrado en el nivel de las ideas, como suponía el pluralismo.

Del “reflejo del consenso” a la “producción del consentimiento”


Formalmente, la legitimidad del constante liderazgo y autoridad de las clases dominantes en la sociedad capitalista se deriva de su responsabilidad ante las opiniones de la mayoría popular: la “voluntad soberana del pueblo”. En los mecanismos formales de elección y el sufragio universal se requiere que se sometan, en intervalos regulares, a la voluntad o al consenso de la mayoría. Uno de los medios por los cuales los poderosos pueden seguir gobernando con consentimiento y legitimidad es, por tanto, si los intereses de una clase particular o bloque de poder pueden alinearse con los intereses generales de la mayoría, o hacerse equivalentes a ellos. Una vez que se ha logrado este sistema de consonancias, los intereses de la minoría y la voluntad de la mayoría pueden ser “compartidos” porque ambos pueden ser representados como coincidentes en el consenso, en el que están de acuerdo todas las partes. El consenso es el medio, el regulador, a través del cual se logra esta alineación (o igualación) necesaria entre el poder y el consentimiento.

Ahora consideremos los medios de representación. Para ser imparciales e independientes en sus operaciones diarias, no pueden ser vistos tomando directivas de los poderosos, o conscientemente forzar sus versiones del mundo para que cuadren con las definiciones dominantes. Pero deben ser sensibles a —y sólo pueden sobrevivir legítimamente si operaran dentro de— las fronteras generales o el marco de “en lo que todos están de acuerdo”: el consenso.

Los medios, al abordar asuntos polémicos públicos o políticos, se considerarían, con toda razón, parciales si es que adoptaran sistemáticamente el punto de vista de un partido político particular o de una sección de los intereses capitalistas. Es sólo en la medida en que (a) estos partidos o intereses han adquirido dominio en el Estado, y (b) que el dominio ha sido asegurado legítimamente a través del ejercicio formal de la “voluntad de la mayoría”, que sus estrategias pueden ser representadas como coincidentes con el “interés nacional”, y por lo tanto formar la base o el marco legítimo que pueden asumir los medios. La “imparcialidad” de los medios requiere así la mediación del Estado, ese conjunto de procesos a través de los cuales se generalizan los intereses particulares y, habiendo asegurado el consentimiento de la “nación”, llevan el sello de la legitimidad.

De esta manera un interés particular se representa como “el interés general” y “el interés general como ‘dominante’”. Las conexiones que hacen legítimas e “imparciales” las operaciones de los medios en los asuntos políticos no son asuntos institucionales, sino una cuestión más amplia del papel del Estado en la mediación de conflictos sociales. Es en este nivel que se puede decir (plausiblemente, aunque los términos siguen siendo confusos) que los medios son “aparatos ideológicos del Estado”.

Esta conexión es una conexión sistémica: esto es, opera en el nivel donde coinciden y se sobreponen los sistemas y las estructuras. En el paradigma crítico, la ideología es una función del discurso y de la lógica de los procesos sociales, en lugar de una intención del agente.

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