Laclau/Mouffe — Hegemonía y estrategia socialista, 4 ‣ Resumen de Yatzín Domínguez

Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, “Hegemonía y radicalización de la democracia” en Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2004, pp.245-318.
Resumen y síntesis de Yatzín Domínguez Ordaz


Síntesis


En el presente capítulo se intenta definir la tesis acerca de la continuidad del imaginario político jacobino y el marxismo, para lograr el proyecto de una democracia radicalizada. Para crear un imaginario político se necesita la aceptación de la pluralidad e indeterminación de lo social; en consecuencia, los autores recalcan que este imaginario político debe ser más ambicioso en sus objetivos que el de la izquierda clásica. El campo en donde se desarrollará este imaginario político es el de la «revolución democrática», pues en ella se designará el fin de tipo de sociedad jerárquica y desigualitaria.

En el siglo XX se crearon ciertas tendencias generadoras de nuevos antagonismos, la mercantilización y la intervención del Estado. Estas tendencias han creado nuevas relaciones de subordinación, las cuales siempre tienen que estar en constante negociación con los antagonismos para ir transformándolos.

Por tal, proponen una suerte de democracia radical nunca acabada, ya que si se propone una democracia perfecta se creará un poder totalitario, y este es uno de los peligros que amenazan a la democracia: es querer sobrepasar el carácter constitutivo del antagonismo y negar la pluralidad para restaurar la unidad. El proyecto de una democracia radical y plural, no es otra cosa que la lucha por una máxima autonomización de esferas, sobre la base de la generalización de la lógica equivalencial–igualitaria. Las formas de democracia deberán ser por tanto plurales y tienen que adaptarse a los espacios sociales.


Hegemonía y radicalización de la democracia


En 1937, el historiador Arthur Rosenberg reflexionaba acerca de la historia europea contemporánea. Esta reflexión se centraba en un tema fundamental: la relación entre socialismo y democracia, el fracaso de las tentativas de construir una unidad entre ambos. Este doble fracaso —de la democracia y del socialismo— se le presentaba como un proceso de extrañamiento progresivo, dominado por una cesura radical. Esta cesura ha sido frecuentemente interpretada como la transición a un momento más alto de racionalidad política por parte de los sectores dominados. Para Rosenberg, la incapacidad obrera de construir al «pueblo» como agente histórico era la falla esencial de la socialdemocracia; de aquí que nos describa el proceso de generalización de la forma hegemónica de la política.

La oposición pueblo/Antiguo Régimen fue el último momento en el que los límites antagónicos entre dos formas de sociedad se presentaron bajo la forma de líneas de demarcación claras y empíricamente dadas. A partir de entonces la línea demarcatoria entre lo interno y lo externo, la divisoria a partir de la cual el antagonismo se constituye bajo la forma de dos sistemas opuestos de equivalencias, se tornó crecientemente frágil y ambigua, y la construcción de la misma pasó a ser el primero de los problemas políticos. Es decir, que de ahí en más ya no hubo política sin hegemonía.

Marx intenta pensar al hecho primario de la división social sobre la base de un nuevo principio: el enfrentamiento entre las clases. El nuevo principio se ve socavado desde un comienzo, por una radical insuficiencia, proveniente del hecho de que la oposición de clases era incapaz de dividir a la totalidad del cuerpo social en dos campos antagónicos.


Por eso es que la afirmación de la lucha de clases como principio fundamental de la división política debió acompañarse siempre de hipótesis suplementarias que remiten al futuro su plena vigencia: hipótesis histórico-sociológicas —la simplificación de la estructura social, que conduciría a la coincidencia entre luchas políticas reales y luchas de las clases en tanto agentes constituidos al nivel de las relaciones de producción—; hipótesis acerca de la conciencia de los agentes —tránsito de la clase en sí a la clase para sí—. Lo importante es que este cambio en el principio político de la división social que el marxismo introduce un componente esencial del imaginario jacobino: la postulación de un momento fundacional de ruptura, y de un espacio único de constitución de lo político, sólo ha cambiado la dimensión temporal, ya que se relega al futuro esta división, a la vez política y social, en dos campos, al mismo tiempo que se nos proporciona un conjunto de hipótesis sociológicas acerca del proceso que habría de conducir a la misma.

La tesis de continuidad entre el imaginario político jacobino y el marxista, requiere ser puesto en cuestión por el proyecto de una democracia radicalizada. El rechazo de los puntos privilegiados de ruptura y de la confluencia de las luchas en un espacio político unificado, y la aceptación, por el contrario, de la pluralidad e indeterminación de lo social, son las dos bases fundamentales a partir de las cuales un nuevo imaginario político puede ser construido, radicalmente libertario e infinitamente más ambicioso en sus objetivos que el de la izquierda clásica. El terreno histórico de su emergencia es la «revolución democrática».

La revolución democrática


La problemática teórica que se ha presentado excluye no sólo la concentración de la conflictualidad social en agentes apriorísticamente privilegiados, como lo son las clases, sino también la referencia a todo principio de tipo antropológico, que unificaría a las distintas posiciones de sujeto, asignaría a la resistencia contra las diferentes formas de subordinación un carácter inevitable.

En ciertos casos las resistencias adoptan un carácter político y pasan a constituirse en luchas encaminadas a poner fin a las relaciones de subordinación. Cuando hablamos del carácter «político» de estas luchas no lo hacemos en el sentido restringido de reivindicaciones que se sitúan al nivel de los partidos y del Estado. A lo que nos referimos es a un tipo de acción cuyo objetivo es la transformación de una relación social que construye a un sujeto en relación de subordinación. Desde luego que no se trata tampoco de negar que ciertas prácticas requieran la intervención de lo político en sentido restringido. Lo que queremos indicar es que la política en tanto que creación, reproducción y transformación de las relaciones sociales, no puede ser localizada a un nivel determinado de lo social, ya que el problema de lo político es el problema de la institución de lo social, es decir, de la definición y articulación de relaciones sociales en un campo surcado por antagonismos. El problema central es el siguiente: cuáles son las condiciones discursivas de emergencia de una acción colectiva encaminada a luchar contra las desigualdades, y a poner en cuestión las relaciones de subordinación.

Las relaciones de subordinación son aquellas en la que un agente está sometido a las decisiones de otro, en cambio, las relaciones de opresión son aquellas relaciones de subordinación que se han transformado en sedes de antagonismos. Finalmente, llamaremos relaciones de dominación al conjunto de aquellas relaciones de subordinación que son consideradas como ilegítimas desde la perspectiva o el juicio de un agente social exterior a las mismas.

El problema es, explicar cómo, a partir de las relaciones de subordinación, se constituyen las relaciones de opresión. Está claro por qué las relaciones de subordinación, consideradas en sí mismas, no pueden ser relaciones antagónicas: una relación de subordinación establece, simplemente, un conjunto de posiciones diferenciadas entre agentes sociales, y un sistema de diferencias que construye a toda identidad social como positividad no sólo no puede ser antagónico, sino que habría reunido las condiciones ideales para la eliminación de todo antagonismo.

Con la «revolución democrática» designaremos el fin de tipo de sociedad jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológica-política en la que el orden social encuentra su fundamento en la voluntad divina. Los comienzos de la revolución democrática se ubican en la Revolución Francesa (la primera experiencia de la democracia), donde el imaginario social surgió con la afirmación del poder absoluto del pueblo. Fue la primera sociedad que no se fundaba en ninguna legitimidad y en instaurar así un nuevo modo de institución de lo social.

Las luchas «anacrónicas» ilustran bien la externalidad del poder que es condición de todo antagonismo, ciertas transformaciones sociales pueden, al contrario constituir nuevas formas de subjetividad radical sobre la base de construir discursivamente como imposición externa —como formas de opresión, por tanto— las relaciones de subordinación que hasta ese momento habrían sido aceptadas como incuestionadas.

Se quiere mostrar la complejidad y los aspectos a menudo contradictorios de este proceso de expansión, ya que la misma satisfacción de una gran variedad de demandas sociales durante el apogeo del llamado «Welfare State», lejos de asegurar la integración indefinida a las formaciones hegemónicas dominantes, ha hecho con frecuencia resaltar el carácter arbitrario de todo un conjunto de relaciones de subordinación: ha creado el terreno que ha posibilitado una nueva extensión de las equivalencias igualitarias y, por tanto, la expansión en nuevas direcciones de la revolución democrática. Han sido con frecuencia englobadas bajo el nombre de «nuevos movimientos sociales». Se debe estudiar tanto el potencial democrático como las ambigüedades de estos movimientos, a la vez que la matriz histórica de su emergencia.

Revolución democrática y nuevos antagonismos


El desplazamiento equivalente entre distintas posiciones de sujeto puede presentarse en dos variantes fundamentales. Primero, pueden tratarse de relaciones de subordinación ya existentes que, gracias a un desplazamiento del imaginario democrático, van a ser rearticuladas como relaciones de opresión. El antagonismo puede también emerger en otras circunstancias, cuando, por ejemplo, son derechos adquiridos los que están puestos en cuestión, o cuando relaciones sociales que no habían sido construidas bajo la forma de la subordinación comienzan a serlo bajo el efecto de ciertas transformaciones sociales, esto es porque es negada por prácticas y discursos que son portadores de nuevas formas de desigualdad, que una posición de sujeto puede pasar a ser la sede de un antagonismo.

Los «nuevos movimientos sociales» amalgaman una serie de luchas muy diversas: urbanas, ecológicas, antiautoritarias, anti-institucionales, feministas, antirracistas, de minorías étnicas, regionales o sexuales. El común denominador de todas ellas sería su diferenciación respecto a las luchas obreras, consideradas como luchas «de clase». Podemos concebir a esos movimientos como una extensión de la revolución democrática a toda una nueva serie de relaciones sociales, ya que ponen en cuestión nuevas formas de subordinación.

Debemos distinguir dos aspectos en esta relación de continuidad-discontinuidad. El aspecto de la continuidad se funda en el hecho de que, a partir de la transformación de la ideología liberal-democrática en «sentido común» en las sociedades occidentales, se van a crear las bases para esa progresiva puesta en cuestión del principio jerárquico que Tocqueville denominara como «igualación de las condiciones». Y la discontinuidad, ya que buena parte de los nuevos sujetos políticos se han constituido a través de su relación antagónica con formas de subordinación recientes, derivadas de la implantación y expansión de las relaciones de sociales, y se consolida una nueva formación hegemónica. Esta última articula modificaciones al nivel del proceso de trabajo, de la forma estatal y de los modos de difusión cultural dominantes, que van a transformar profundamente las formas sociales existentes.

Las relaciones capitalistas de producción, desde comienzos del siglo XX e incrementado a partir de los años cuarenta, va a transformar a la sociedad en un vasto mercado en el que se crean sin cesar nuevas «necesidades» y en el que más y más productos del trabajo humano son transformados en mercancías. Esta «mercantilización» de la vida social destruye relaciones sociales anteriores, que reemplaza por relaciones mercantiles a través de las cuales la lógica de la acumulación capitalista penetra en esferas cada vez más numerosas. El individuo vive subordinado al capital. No hay ningún dominio de la vida individual y colectiva que escape de las relaciones capitalistas.

Esta «sociedad de consumo» no ha conducido ni al fin de la ideología, como lo anunciara Daniel Bell, ni a la creación de un hombre unidimensional, como lo temiera Marcuse. Al contrario, numerosas nuevas luchas han expresado la resistencia contra las nuevas formas de subordinación, y esto desde el interior mismo de la nueva sociedad. De ahí la multiplicidad de relaciones sociales que pueden estar en el origen de antagonismos y de luchas.

El Estado ha intervenido también para asegurar una nueva política del trabajo, esta intervención a niveles cada vez más amplios de la reproducción social, se ha acompañado de una burocratización creciente de sus prácticas que ha llegado a constituir, junto a la mercantilización, una de las fuentes fundamentales de desigualdades y conflictos. En todos los dominios en los que el Estado interviene se ha producido una politización de las relaciones sociales que está a la base de nuevos y numerosos antagonismos. Esta doble transformación de las relaciones sociales, resultante de la expansión de las relaciones capitalistas de producción y de las nuevas formas burocrático-estatales, se encuentra en combinaciones diversas en todos los países industriales avanzados.

La burocratización está en el origen de la emergencia de nuevos antagonismos, el carácter burocrático de la intervención estatal, esta creación de «espacios públicos», no se realiza bajo la forma de una nueva democratización, sino a través de la imposición de nuevas formas de subordinación. La emergencia de lo que se ha dado en llamar «democracia social» ha transformado también profundamente el sentido común dominante, prestando legitimidad a toda una serie de reivindicaciones por la igualdad económica, y a la exigencia de nuevos derechos sociales.

No se puede comprender la actual expansión del campo de la conflictualidad social y la consecuente emergencia de nuevos sujetos políticos, sin situar a ambos en el contexto de mercantilización y burocratización de las relaciones sociales, por un lado; y de reformulación de la ideología liberal-democrática —resultante de la expansión de las luchas por la igualdad— por el otro. Es por ello que hay que considerar a esta proliferación de antagonismos, y a esta puesta en cuestión de las relaciones de subordinación, como un momento de profundización de la revolución democrática.

La formación hegemónica de la posguerra: las nuevas formas culturales vinculadas a la expansión de los medios de comunicación de masas. Ellas van a hacer posible una nueva cultura de masas, que va a conmover profundamente las identidades tradicionales. Nuevamente, también aquí los efectos son ambiguos, ya que junto a efectos incontestables de masificación y uniformización, esta cultura contiene también elementos poderosos de subversión de las desigualdades: los discursos dominantes en la sociedad de consumo.

Estos «nuevos antagonismos» sean la expresión de resistencias (muchas de estas resistencias no se manifiestan bajo la forma de luchas colectivas sino a través de un individualismo crecientemente afirmado) a la mercantilización, la burocratización y la homogeneización crecientes de la vida social, explican que ellos se manifiesten a menudo a través de una proliferación de particularismos y que cristalicen en la reivindicación de la propia autonomía.

Las nuevas luchas deben ser entendidas desde la doble perspectiva de la transformación de las relaciones sociales características de la nueva formación hegemónica de la posguerra, y de los efectos de desplazamiento a nuevas áreas de la vida social del imaginario igualitario constituido en torno al discurso liberal-democrático. Es este el que ha proporcionado la matriz necesaria para el cuestionamiento de las diferentes relaciones de subordinación y la reivindicación de nuevos derechos. Las demandas por una real igualdad han conducido a la sociedad, al borde del “precipicio igualitario”. Es allí donde ven el origen de la doble transformación que ha experimentado la idea de igualdad. La crisis presente es una «crisis de valores», consecuencia del desarrollo de la «cultura adversaria» y de las «contradicciones culturales del capitalismo».

La renuncia a la categoría de sujeto como entidad unitaria, transparente y suturada, abre el camino al reconocimiento de la especificidad de los antagonismos constituidos a partir de diferentes posiciones de sujeto y, de tal modo, a la posible profundización de una concepción pluralista y democrática. El pluralismo puede ser considerado radical, y es radical solamente en la medida en que cada uno de los términos de esa pluralidad de identidades encuentra en sí mismo el principio de su propia validez, sin que esta deba buscar un fundamento positivo trascendente. Y este pluralismo radical es democrático, en la medida en que la autoconstitutividad de cada unos de sus términos es la resultante de desplazamientos del imaginario igualitario.

El proyecto de una democracia radical y plural, no es otra cosa que la lucha por una máxima autonomización de esferas, sobre la base de la generalización de la lógica equivalencial-igualitaria. La revolución democrática es el terreno en el que opera una lógica del desplazamiento apoyada en un imaginario igualitario, pero que no predetermina la dirección en la que este imaginario va a operar. Si queremos construir las articulaciones hegemónicas que permitan orientarnos en la dirección de este último, debemos entender en toda su radical heterogeneidad el abanico de posibilidades que se abren en el propio terreno de la democracia.

La ofensiva antidemocrática


Lo que la “nueva derecha” neoconservadora o neoliberal pone en cuestión es el tipo de articulación que ha conducido al liberalismo democrático a justificar la intervención del Estado para luchar contra las desigualdades, y a la instalación del Welfare State. En el discurso socialdemócrata, la libertad ha llegado a significar la «capacidad» de efectuar ciertas elecciones y de tener abierta una serie de alternativas reales. Los efectos subversivos de la articulación entre liberalismo y democracia radican en redefinir la noción misma de democracia de modo tal que ella restrinja su campo de aplicación y limite la participación política a un área cada vez más estrecha.

Está claro que la constitución de una alternativa hegemónica de izquierda sólo puede provenir de un complejo proceso de convergencia y construcción política, al que no pueden ser indiferentes las articulaciones hegemónicas que se construyan en ningún punto de la realidad social. El nuevo conservadurismo ha logrado presentar su programa de desmantelamiento del Welfare State como una defensa de la libertad individual frente al Estado opresor. Pero para que una filosofía pueda llegar a ser «ideología orgánica», es necesario que existan ciertas analogías entre el tipo de sujeto que ella construye y las posiciones de sujeto que se constituyen al nivel de las otras relaciones sociales.

Si el tema de la libertad individual puede actualmente ser movilizado de manera tan efectiva, es porque, pese a su articulación con el imaginario democrático, el liberalismo ha continuado teniendo como matriz de producción del individuo lo que Macpherson ha llamado «individualismo posesivo». Este último construye los derechos de los individuos como existiendo anteriormente a la sociedad, y a menudo en oposición a ella. En la medida en que sujetos cada vez más numerosos reivindicaron estos derechos en el cuadro de la revolución democrática, era inevitable que fuera quebrantada la matriz del individualismo posesivo, pues los derechos de unos entraban en colisión con los de otros.

Es en este contexto de crisis del liberalismo democrático que es preciso ubicar la ofensiva que busca disolver el potencial subversivo de la articulación entre liberalismo y democracia, reafirmando la centralidad del liberalismo como defensa de la libertad individual contra toda interferencia del Estado, y en oposición al componente democrático que se apoya en la igualdad de derechos y la soberanía popular. Pero tal esfuerzo por restringir el terreno de la lucha democrática y mantener las desigualdades existentes en numerosas relaciones sociales, exige la defensa de un principio jerárquico y anti-igualitario que había sido puesto en peligro por el mismo liberalismo. Esta es la razón por la cual los liberales, actualmente, recurren cada vez más a un conjunto de temas de la filosofía conservadora, en la que encuentran los ingredientes necesarios para justificar la desigualdad. Estamos así asistiendo a la emergencia de un nuevo proyecto hegemónico, el del discurso liberal-conservador, que intenta articular la defensa neoliberal de la economía de libre mercado con el tradicionalismo cultural y social profundamente anti-igualitario y autoritario del conservadurismo.

La democracia radical. Alternativa para una nueva izquierda


La reacción conservadora tiene un carácter claramente hegemónico. Ella intenta transformar profundamente los términos del discurso político, y crear una nueva «definición de la realidad» que bajo la cobertura de la defensa de la «libertad individual» legitime las desigualdades y restaure las relaciones jerárquicas que las dos décadas anteriores habían quebrantado.

Una alternativa de izquierda sólo puede consistir en la construcción de un sistema de equivalencias distintas que establezca la división social sobre una base diferente. La alternativa de la izquierda debe consistir en ubicarse plenamente en el campo de la revolución democrática y expandir las cadenas de equivalencias entre las distintas luchas contra la opresión.

La tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología-liberal democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural. No es el abandono del terreno democrático sino, al contrario, en la extensión del campo de las luchas democráticas al conjunto de la sociedad civil y del Estado, donde reside la posibilidad de una estrategia hegemónica de la izquierda. Todo proyecto de democracia radicalizada supone una dimensión socialista, ya que es necesario poner fin a las relaciones capitalistas de producción que están en la base de numerosas relaciones de subordinación; pero el socialismo es uno de los componentes de un proyecto de democracia radicalizada y no a la inversa.

Cuando se habla de socialización de los medio de producción como de un elemento en la estrategia de una democracia radicalizada y plural, es preciso insistir en que esto no puede significar tan sólo la autogestión obrera, pues de lo que se trata es de una verdadera participación de todos los sujetos a quienes interesan las decisiones acerca de lo que va a ser producido, de cómo va a ser producido y de las formas de distribución del producto. Los límites que la perspectiva tradicional de la izquierda ha encontrado en la formulación de una política hegemónica se ubican en el intento de determinar a priori agentes del cambio, sus niveles de efectividad en el campo de lo social, y los puntos y momentos de ruptura privilegiados. Todos estos obstáculos se funda en un núcleo común, que es la negativa a abandonar el supuesto de una sociedad saturada. Pero una vez que se abandona este supuesto surge todo un conjunto de nuevos problemas:

1. ¿Cómo determinar las superficies de emergencia y las formas de articulación de los antagonismos que debe abarcar un proyecto de democracia radicalizada?

En años recientes se ha hablado mucho de la necesidad de profundizar la línea de separación entre Estado y sociedad civil. No es difícil advertir que esta propuesta no proporciona a la izquierda ninguna teoría de la superficie de emergencia de los antagonismos, generalizable más allá de un limitado número de situaciones. Ello parecería implicar que toda forma de dominación encarna en el Estado. Pero es claro que la sociedad civil también es la sede de numerosas relaciones de opresión, de antagonismos y de luchas democráticas.

No debe olvidarse que la sede de numerosos antagonismos democráticos, en la medida en que un conjunto puede entrar en relaciones antagónicas con centros de poder que, dentro del mismo Estado, intentan coartarlas y deformarlas. Esto no quiere decir que la división de Estado y sociedad civil no pueda construir la línea política fundamental de demarcación —esto es lo que ocurre cuando el Estado se ha transformado en una excrecencia burocrática impuesta por la fuerza al resto de la sociedad.

Es imposible especificar a priori superficies de emergencia de los antagonismos, ya que no hay superficie que no esté constantemente subvertida por los efectos sobredeterminantes de otras, y porque hay un constantes desplazamiento de las lógicas sociales características de unas esferas hacia otras esferas.

Una lucha democrática pueda automatizar un cierto espacio dentro del cual se desenvuelve, y producir efectos de equivalencia con otras luchas en un espacio político distinto. La distinción público-privado constituyó la separación entre un espacio en el que las diferencias se borraban a través de la equivalencia universal de los ciudadanos, y una pluralidad de espacios privados en los que se mantenía la plena vigencia de las mismas.

2. ¿En qué medida el pluralismo propio de una democracia radicalizada es compatible con los efectos de la equivalencia que son característicos de toda articulación hegemónica?

Planteando la cuestión del terreno de la incompatibilidad entre efectos equivalenciales y autonomía. En la medida en que el antagonismo tiene lugar no sólo en el espacio dicotómico que lo constituye, sino en el campo de una pluralidad de lo social que desborda siempre a ese espacio, es sólo saliendo de sí y hegemonizando elementos externos, que se consolida la identidad de los dos polos del antagonismo. El afianzamiento de luchas democráticas específicas requiere la expansión de cadenas de equivalencia que abarquen a otras luchas.

La articulación equivalencial requiere una construcción hegemónica que puede ser condición de consolidación de cada una de estas luchas. La lógica de la equivalencia llevada a sus últimos extremos, implicaría la disolución de la autonomía de los espacios en los que cada una de estas luchas se constituye no necesariamente porque algunas de ellas pasarán a estar subordinadas a las otras, sino porque todas ellas habrían, en rigor, llegado a ser símbolos equivalentes de una lucha única e indivisible.

Si cada lucha transforma al momento de su especificidad en un principio idéntico absoluto, el conjunto de estas luchas sólo puede ser concebido como sistema absoluto de diferencias, y este sistema sólo es pensable como totalidad cerrada. Bajo el «principio de equivalencia democrática» resulta que el desplazamiento del imaginario igualitario no es suficiente para producir una transformación en la identidad de los grupos sobre los cuales ese desplazamiento opera. Para que haya una «equivalencia democrativa» es necesario la construcción de un nuevo «sentido común» que cambie la identidad de los diversos grupos, de tal modo que las demandas de cada grupo se articulen equivancialmente con las de los otros. La equivalencia es siempre hegemónica en la medida en que no establece simplemente una «alianza» entre intereses dados, sino que modifica la propia identidad de las fuerzas intervinientes en dicha alianza.

Es necesario que se establezca una equivalencia entre estas diferentes luchas, pues es sólo bajo esta condición que las luchas contra el poder llegan a ser realmente democráticas, y que la reivindicación de derechos no se lleva a cabo a partir de una problemática individualista. La precariedad de toda equivalencia exige que ella sea complementada-limitada por la lógica de la autonomía. Es por eso que la demanda de igualdad no es suficiente; sino que debe ser balanceada por la demanda de libertad, lo que nos conduce a hablar de democracia radicalizada y plural.

No es posible nunca tener derechos individuales definidos de manera aislada, sino solamente en contextos de relaciones sociales que definen posiciones determinadas de sujeto. Las formas de democracia deberán ser por tanto plurales porque tienen que adaptarse a los espacios sociales en cuestión. Uno de los peligros que amenazan a la democracia es la tentativa totalitaria de querer sobrepasar el carácter constitutivo del antagonismo y negar la pluralidad para restaurar la unidad.

3. ¿Hasta qué punto la lógica implícita en los desplazamientos del imaginario democrático son suficientes para definir un proyecto hegemónico?

La lógica democrática es el desplazamiento equivalencial del imaginario igualitario a relaciones sociales cada vez más amplias y, en tal sentido, es tan sólo una lógica de la eliminación de las relaciones de subordinación y de las desigualdades; sin embargo, ningún proyecto hegemónico puede basarse exclusivamente en una lógica democrática.

Una situación de hegemonía sería aquella en la que la gestión de la positividad de los social y la articulación de las diversas demandas democráticas han llegado a un máximo de integración. Toda posición hegemónica se funda en un equilibrio inestable: se construye a partir de la negatividad, pero sólo se consolida en la medida en que logra constituir la positividad social.

Es importante no caer en las distintas formas de utopismo, que pretenden ignorar la variedad de espacios que constituyen esos límites estructurales; o de apoliticismo, que reniegan del campo tradicional de la política en razón del carácter limitado de los cambios que es posible implementar a partir del mismo. Sin «utopía», sin posibilidad de negar a un cierto orden más allá de lo que es posible cuestionarlo en los hechos, no hay posibilidad alguna de constitución de un imaginario radical-democrático o de ningún otro tipo. Toda política democrática radical debe evitar los dos extremos representados por el mito totalitario de la Ciudad Ideal, o el pragmatismo positivista de los reformistas sin proyecto.

Hacer avanzar un proyecto de democracia radicalizada significa hacer retirarse progresivamente al horizonte de lo social el mito de la sociedad racional y transparente. Esta pasa a ser un “no-lugar”, el símbolo de su propia imposibilidad. El discurso de la democracia radicalizada ya no es más el discurso de lo universal; se ha borrado el lugar epistemológico desde el cual hablaban las clases y sujetos “universales”, y ha sido sustituido por una polifonía de voces, cada una de las cuales construye su propia e irreductible identidad discursiva. No hay democracia radicalizada y plural sin renunciar al discurso de lo universal y al supuesto implícito en el mismo. Todo proyecto de democracia radicalizada incluye necesariamente la dimensión socialista, pero rechaza la idea de la eliminación de las otras desigualdades.

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