Stuart Hall, Ideología y medios ‣ Resumen de Lucía Luengas

Stuart Hall, «El problema de la ideología: el marxismo sin garantías» y «El redescubrimiento de la “ideología”: el retorno de lo reprimido en los estudios de los medios» en Sin garantías, Trayectorias y problemáticas en estudios culturales, Lima/Popayán/Bogotá/Quito, Envión, 2010, capítulos 6 y 7, pp.133-192. Resumen y síntesis de Lucía Luengas García


En «El problema de la ideología», Stuart Hall menciona cuál es el problema de la ideología: realiza un recuento de cómo se construye este concepto y quiénes son los primeros en emplearlo como tal. Menciona algunas de las malas interpretaciones que se han hecho del trabajo de Marx y Engels.

En «El redescubrimiento de la “ideología”», menciona Hall cómo es que los medios influyen en la reproducción de la ideología, y cómo mantienen la hegemonía. Los discursos y muchas otras acciones, como tal, no demuestran que los medios manipulen a la población. Pero que en realidad, sólo muestran que ellos son partícipes de tales cosas. Analiza entonces el autor algunos efectos que tienen los medios de comunicación y es así como llega a la conclusión de que es posible una alternativa, a pesar de este bombardeo de intereses, disfrazado de “noticias” e “información interesante”.

El problema de la ideología. El marxismo sin garantías


En las últimas dos o tres décadas, la teoría marxista ha pasado por un resurgimiento excepcional, aunque desequilibrado e irregular. Por un lado, ha vuelto a proporcionar el polo principal de oposición al pensamiento social “burgués”. Los postmarxistas usan conceptos marxistas mientras demuestran constantemente su insuficiencia. En realidad, parecen seguir apoyándose en los hombros que construyeron las teorías que acaban de destruir en forma definitiva. Lo que quiero hacer, en cambio, es colocar los debates sobre la ideología en el contexto más amplio de la teoría marxista en general. También quiero plantear el tema como un problema general: un problema de teoría, de política y de estrategia.

Pero, primero, ¿por qué el problema de la ideología ha ocupado en los últimos años un lugar tan prominente dentro del debate marxista? Perry Anderson (1976), en su recorrido magistral de la escena marxista de Europa occidental, El privilegio dado a estas cuestiones en el marxismo —argumentó— refleja el aislamiento general de los intelectuales marxistas de Europa occidental con respecto a los imperativos de la lucha política y organización de las masas. La teoría marxista podría haber proseguido cómodamente su camino designado, siguiendo el programa establecido: dejando el problema de la ideología en su lugar subordinado, de segunda categoría. El ascenso a la visibilidad del problema de la ideología tiene un fundamento más objetivo.

Primero, los desarrollos recientes que han tenido lugar en los medios por los cuales la conciencia de masas se forma y se transforma: el crecimiento enorme de las “industrias culturales”. Segundo, los asuntos preocupantes del “consentimiento” masivo de la clase obrera respecto al sistema en sociedades capitalistas avanzadas en Europa y, por consiguiente, su estabilización parcial, ambos en contra de lo que se esperaba.

El problema de la ideología es dar cuenta, dentro de una teoría materialista, de cómo surgen las ideas sociales. Necesitamos entender cuál es su papel en una formación social particular, así como para configurar la lucha por cambiar la sociedad y abrir el camino hacia una transformación socialista de la sociedad.

Por ideología me refiero a los marcos mentales —los lenguajes, los conceptos, las categorías, la imaginería del pensamiento y los sistemas de representación— que las diferentes clases y grupos sociales utilizan para entender, definir, resolver y hacer entendible la manera en que funciona la sociedad.

En esta perspectiva más politizada, la teoría de la ideología nos ayuda a analizar cómo un grupo particular de ideas llega a dominar el pensamiento social de un bloque histórico, en el sentido de Gramsci; y, de esta manera, ayuda a unir tal bloque desde dentro, así como a mantener su predominio y liderazgo sobre la sociedad. El problema de la ideología está especialmente relacionado con los conceptos y los lenguajes del pensamiento práctico que estabilizan una forma particular de poder y dominación; o que reconcilian a la masa del pueblo con su lugar subordinado en la formación social y la acomodan en él.

No existe tal teoría, totalmente prefabricada, en la obra de Marx y Engels. Marx no desarrolló ninguna explicación general de cómo funcionaban las ideas sociales comparable a su trabajo histórico-teórico sobre las formas económicas y las relaciones del modo capitalista de producción. Marx usó el término “ideología” de esta forma en muchas ocasiones. Sin duda, dicha acepción sí aparece en su trabajo. Así, por ejemplo, menciona en un famoso pasaje las “formas ideológicas en las que los hombres se vuelven conscientes del [...] conflicto y de sus luchas” (Marx 1970: 21). En El Capital aborda con frecuencia, en digresiones, la “conciencia cotidiana” del empresario capitalista; o el “sentido común del capitalismo”.

No obstante, el hecho es que Marx usaba el término “ideología” más a menudo para referirse específicamente a las manifestaciones del pensamiento burgués; y sobre todo a sus rasgos negativos y distorsionados.

Marx usaba el término como un arma crítica contra los misterios especulativos del hegelianismo; contra la religión y la crítica de la religión; contra la filosofía idealista y la economía política de las variedades vulgares y degeneradas. Nuestros problemas subsiguientes han surgido, en parte, por tratar estas polémicas reducciones como la base de un trabajo de teorización general positiva.

Dentro de ese amplio marco de uso, Marx adelanta ciertas tesis elaboradas más detalladamente, las cuales han llegado a formar la denominada base teórica clásica. Primero, la premisa materialista: las ideas surgen de las condiciones y circunstancias materiales en las que fueron generadas, y las reflejan. Expresan las relaciones sociales y sus contradicciones en el pensamiento. Segundo, la tesis de la determinitud [determinateness]: las ideas son sólo efectos dependientes del nivel que es, en última instancia, determinante en la formación social: el económico. En tercer lugar, las correspondencias fijas entre el predominio en la esfera socioeconómica y en ideológica; las “ideas dominantes” son las ideas de la “clase dominante”; la posición de clase de ésta proporciona la asociación, y la garantía de correspondencia, con las ideas dominantes.

La crítica hecha a la teoría clásica ha abordado precisamente estas proposiciones. Decir que las ideas son “meros reflejos” establece su materialismo pero las deja sin efectos específicos, en un ámbito de dependencia pura. Decir que las ideas están determinadas “en última instancia” por lo económico es encaminarse en la vía económica reduccionista. Al final, las ideas pueden ser reducidas a la esencia de su verdad: su contenido económico.

El modelo de la ideología de Marx ha sido criticado porque no conceptualizó la formación social como una formación determinada y compleja compuesta por diferentes prácticas, sino como una estructura simple (o una estructura “expresiva”, como la denominó Althusser). Con esto, Althusser quiso decir que una práctica —“lo económico”— determina todas las otras de una manera directa, y cada efecto es proporcionalmente reproducido, simple y simultáneamente (es decir, “expresado”), en todos los otros niveles.

Las glosas de Engels son enormemente fructíferas, sugestivas y generativas. Pero no proporcionan la solución al problema de la ideología, sino el punto de partida de toda reflexión seria sobre el problema.

Las revisiones de Althusser patrocinaron un alejamiento decisivo del enfoque de las “ideas distorsionadas” y la “falsa consciencia” de la ideología. Abrieron la puerta hacia una concepción más lingüística o “discursiva” de la ideología. Pero su primera revisión fue demasiado “funcionalista”. Si la función de la ideología es “reproducir” las relaciones sociales capitalistas según los “requerimientos” del sistema, ¿cómo puede uno dar cuenta de las ideas subversivas o la lucha ideológica? Y la segunda fue demasiado “ortodoxa”. ¡Era Althusser el que había desplazado tan meticulosamente la metáfora “base/superestructura”!

El único problema de la ideología era el problema de cómo los sujetos ideológicos se formaban a través de procesos psicoanalíticos. Las tensiones teóricas fueron entonces desatadas. Este es el largo descenso del trabajo “revisionista” sobre la ideología, que lleva en última instancia (en Foucault) a la abolición entera de la categoría de “ideología”.

He recapitulado esta historia de manera breve porque no tengo la intención de dedicarme en detalle a sus conjeturas y refutaciones. Lo que quiero, en cambio, es recuperar el hilo de éstas, reconociendo su fuerza y convicción al menos en modificar sustancialmente las posiciones clásicas sobre la ideología, para reexaminar algunas de las formulaciones anteriores de Marx y considerar si pueden ser remodeladas y desarrolladas a la luz de las críticas propuestas —como deberían ser capaces de hacer las buenas teorías— sin perder algunas de las cualidades e ideas esenciales (lo que antes se llamaba el “núcleo racional”) que poseían originalmente.

Si, según el canon que está de moda, todo lo que queda, a la luz de las críticas ingeniosas y las convincentes propuestas de consecuencias devastadoras, es el trabajo de “deconstrucción” perpetua, este ensayo se dedica a una pequeña labor de “reconstrucción” sin, espero, ser demasiado desfasado por la ortodoxia ritual.

Tomemos como ejemplo el terreno extremadamente difícil de las “distorsiones” de la ideología y la cuestión de la “falsa consciencia”. Ahora no es difícil ver por qué este tipo de formulación ha llevado a los críticos de Marx a abalanzarse sobre él. Las “distorsiones” abren inmediatamente la pregunta de por qué algunas personas —aquellas que viven su relación con sus condiciones de existencia a través de las categorías de una ideología distorsionada— no pueden reconocerlas como tales, mientras que nosotros, con nuestra sabiduría superior, o armados con conceptos correctamente formados, sí podemos.

Emprendamos un poco de trabajo de excavación. Marx no asumió que Hegel, a pesar de que representaba la cima del pensamiento burgués especulativo y de que los “hegelianos” vulgarizaban y hacían etéreo su pensamiento, fuera un pensador que no debía tomarse en cuenta, una figura de la que no valía la pena aprender. Menos aún, con respecto a la economía política clásica, desde Smith hasta Ricardo, donde de nuevo importan las distinciones entre los diferentes niveles de una formación ideológica. Los rasgos distorsionados o ideológicos surgieron del hecho de que asumieron las categorías de la economía política burguesa como el fundamento de todo cálculo económico, negándose a ver la determinación histórica [historical determinacy] de sus puntos de partida y premisas; y, en el otro extremo, de la suposición de que, con la producción capitalista, el desarrollo económico había logrado no sólo su punto más álgido hasta la fecha (Marx estaba de acuerdo con eso), sino su apogeo y conclusión última.

Podemos reflexionar sobre uno de los puntos más polémicos —la “falsedad” o las distorsiones de la ideología— desde otro punto de vista. Es conocido que Marx atribuyó las categorías espontáneas del pensamiento vulgar burgués a su base en las “formas superficiales” del circuito capitalista. Específicamente, Marx identificó la importancia del mercado y del intercambio en el mercado, donde las cosas se vendían y se obtenían ganancias. Este enfoque, como argumentó Marx, dejó de lado el ámbito decisivo —la “morada oculta”— de la producción capitalista misma. Algunas de sus formulaciones más importantes se derivan de este argumento.

En suma, el argumento es el siguiente. El intercambio en el mercado es lo que parece gobernar y regular los procesos económicos bajo el capitalismo. Las relaciones de mercado son sostenidas por varios elementos y estos aparecen (son representados) en cada discurso que trata de explicar el circuito capitalista desde este punto de vista. El mercado une, bajo condiciones de igualdad de intercambio, a consumidores y productores que no se conocen entre sí y que no necesitan conocerse, dada la “mano oculta” del mercado. En realidad, el mercado funciona mejor si es que cada parte de la transacción consulta únicamente su interés. Es un sistema impulsado por los imperativos reales y prácticos del interés propio. Sin embargo, alcanza una especie de satisfacción general. El capitalista alquila su trabajo y obtiene su ganancia; el terrateniente alquila su propiedad y obtiene una renta; el trabajador obtiene su salario y así puede comprar los bienes que necesita.

Ahora, el intercambio en el mercado también “aparece” en un sentido bastante distinto. Sin embargo, si no se producen mercancías, no hay nada para vender; y —argumentó Marx— es en la producción donde se explota primero el trabajo. En efecto, el tipo de “explotación” que una ideología de mercado es más capaz de ver y entender es la “especulación”: tomar una comisión demasiado grande sobre el precio de mercado. Entonces, el mercado es la parte del sistema que universalmente se enfrenta y se experimenta. Es la parte obvia, visible en breve, nuestras ideas de “Libertad”, “Igualdad”, “Propiedad” y “Bentham” (es decir, Individualismo) —los principios ideológicos predominantes del léxico burgués, y temas políticos clave que, en nuestro tiempo, han llevado a cabo un retorno poderoso y convincente al escenario ideológico. Es así como surgen, de la experiencia cotidiana y mundana, las categorías poderosas del pensamiento legal, político, social y filosófico burgués. Las categorías ideológicas “esconden” esta realidad subyacente y la sustituyen por la “verdad” de las relaciones de mercado. De muchas formas, entonces, el pasaje contiene los así llamados pecados capitales de la teoría clásica marxista de la ideología, todos en uno: el reduccionismo económico, una correspondencia demasiado simple entre lo económico y lo político-ideológico; las distinciones de verdadero vs. falso, real vs. distorsión, “verdadera” consciencia vs. falsa consciencia.

La producción capitalista se define, en términos de Marx, como un circuito. Este circuito explica no sólo la producción y el consumo, sino su reproducción: la manera en que se sostienen las condiciones para mantener el circuito en movimiento. Ahora, este circuito puede ser concebido, ideológicamente, de maneras distintas. Esto es algo en lo que insisten los teóricos modernos de la ideología frente a la concepción vulgar de la ideología como algo que surge de una relación fija e inmutable entre la relación económica y cómo ésta se “expresa” o se representa en las ideas.

El lenguaje es el medio por excelencia a través del cual las cosas se “representan” en el pensamiento y, así, el medio en el que la ideología se genera y se transforma. Pero, en el lenguaje, la misma relación social se puede representar e interpretar de forma diferente.

No hay ninguna relación fija e inmutable entre lo que es el mercado y la manera como es interpretado dentro de un marco ideológico o explicativo.

Marx establece una distinción importante entre las versiones “vulgares” de la economía política y las versiones más avanzadas, como la de Ricardo, que, dice claramente, “tiene valor científico”. Pero, aún así, ¿qué puede querer decir por “falso” y “distorsionado” en este contexto? No puede querer decir que el “mercado” no existe. De hecho, es demasiado real. Es, desde un punto de vista, el motor mismo del capitalismo. Sin él, el capitalismo nunca hubiera superado el marco del feudalismo; y sin su reproducción incesante los circuitos del capital se hubieran detenido repentinamente con consecuencias desastrosas.

Las explicaciones unilaterales siempre son una distorsión. No en el sentido de que son una mentira sobre el sistema, sino en el sentido de que una “verdad a medias” no puede ser la verdad completa sobre nada. Con esas ideas, siempre será representada sólo una parte de la totalidad. En ese sentido, las categorías del intercambio de mercado ocultan y desconciertan nuestro entendimiento del proceso capitalista: esto es, no nos permiten ver o formular otros aspectos invisibles.

La falsedad surge, por lo tanto, no del hecho de que el mercado sea una ilusión, un engaño, un truco, sino en el sentido de que es una explicación insuficiente de un proceso. El mercado no es ni más ni menos “real” que otros aspectos, como la producción, por ejemplo. En términos de Marx (1971), la producción es sólo la fase en la que debemos empezar el análisis del circuito: “el acto a través del cual todo el proceso vuelve a desarrollarse”. En un mundo saturado por el intercambio de dinero y siempre mediado por él, la experiencia del “mercado” es la experiencia del sistema económico más inmediata, diaria y universal para todos. No sorprende, por lo tanto, que demos el mercado por sentado, no cuestionemos lo que lo hace posible, sobre qué está fundado o de qué premisa parte. No debería sorprendernos que la masa de personas trabajadoras no posea los conceptos con los cuales interferir en el proceso en otro punto, formular otra serie de preguntas y traer a la superficie o revelar lo que la facticidad del mercado constantemente invisibiliza. Así vemos, en la “elección libre” del mercado, el símbolo material de las libertades más abstractas; o, en el interés propio y la competitividad intrínseca de la ventaja de mercado, la “representación” de algo natural, normal y universal de la misma naturaleza humana.

El análisis ya no se organiza alrededor de la distinción entre lo “real” y lo “falso”. Los efectos de la ideología, que ocultan y mistifican, ya no se perciben como el producto de un engaño o una ilusión mágica. Las relaciones en las que existen las personas son las “relaciones reales”, y las categorías y conceptos que usan las ayudan a entenderlas y a articularlas en sus mentes. Decir que un discurso teórico nos permite entender una relación concreta adecuadamente “en el pensamiento” significa que el discurso nos proporciona un entendimiento más completo de todas las relaciones distintas que componen esa relación, así como de las muchas determinaciones [determinations] que forman sus condiciones de existencia.

El mismo proceso —la producción y el intercambio capitalista— puede ser expresado dentro de otro marco ideológico a través del uso de diferentes “sistemas de representación”. Cada uno también nos ubica de manera diferente: como trabajador, capitalista, obrero asalariado, esclavo asalariado, productor, consumidor, etc. Cada uno nos sitúa, así, como actores sociales o como miembros de un grupo social que tiene una relación particular con el proceso y nos prescribe ciertas identidades sociales. Las categorías ideológicas que están en uso, en otras palabras, nos posicionan en relación con la descripción del proceso tal como es retratado en el discurso. Todas estas inscripciones tienen efectos que son reales. Logran causar una diferencia material, pues la manera en que actuamos en ciertas situaciones depende de cuáles son nuestras definiciones de la situación.

Laclau ha demostrado definitivamente la naturaleza insostenible de la proposición de que las clases, como tales, son los sujetos de ideologías de clase fijas y atribuidas. Ha demostrado, con efectos considerables, que ninguna formación social corresponde a esta imagen de ideologías de clase atribuidas. Las ideas y los conceptos no se dan, en el lenguaje o en el pensamiento, de esa manera única, aislada, con su contenido y sufijos. El lenguaje, en su sentido más amplio, es el vehículo del razonamiento, de la conciencia y del cálculo práctico por la manera en que ciertos significados y referencias han sido asegurados históricamente. Además, estas cadenas nunca están permanentemente aseguradas, ni en sus sistemas de significados internos ni en términos de las clases y los grupos sociales a los cuales “pertenecen”.

Ahora, es perfectamente correcto sugerir que el concepto de “democracia” no tiene un significado totalmente fijo, que se pueda adscribir exclusivamente al discurso de formas burguesas de representación política. La “democracia” en el discurso de “Occidente libre” no acarrea el mismo significado cuando hablamos de la lucha “popular democrática” o del contenido democrático cada vez más profundo de la vida política. No podemos permitir que el término sea completamente expropiado hacia el discurso de la Derecha. Lo que necesitamos es desarrollar una polémica estratégica alrededor del concepto mismo. La expropiación del concepto tiene que ser rebatida a través del desarrollo de una serie de polémicas, a través de conducir formas particulares de lucha ideológica: separando un significado del concepto del ámbito de la conciencia pública para suplantarlo dentro de la lógica de otro discurso político.

La lucha ideológica es la de una “guerra de posición”. También supone articular las diferentes concepciones de “democracia” dentro de una cadena entera de ideas asociadas. Y supone articular este proceso de deconstrucción y reconstrucción ideológica con un conjunto de posiciones políticas organizadas, así como con un conjunto particular de fuerzas sociales. Las ideologías no se vuelven efectivas como fuerza material porque emanan de las necesidades de clases sociales plenamente constituidas. Ninguna concepción ideológica puede volverse materialmente efectiva a no ser que y hasta que pueda ser articulada al campo de fuerzas políticas y sociales y a las luchas entre las diferentes fuerzas que están en juego.

El punto sobre las “relaciones históricas tendenciales” es que no hay nada de ellas que sea inevitable, necesario o fijo para siempre. Las líneas tendenciales de fuerzas sólo definen cuán dado es el terreno histórico. Así, es perfectamente posible que a la idea de la “nación” se le dé una connotación y un significado progresivos, que encarnan una voluntad nacional popular colectiva, como argumentó Gramsci. Sin embargo, en una sociedad como la británica, la idea de la “nación” ha sido constantemente articulada hacia la derecha. Las ideas de “identidad nacional” y “grandeza nacional” están íntimamente ligadas con aquellas de la supremacía imperial. Son difíciles de romper porque el terreno ideológico de esta formación social particular ha sido estructurado de esa manera, con tanta fuerza, por su historia previa. Son los “rastros” que mencionó Gramsci: los “depósitos estratificados en la filosofía popular”, que ya no tienen un inventario, pero que establecen y definen los campos a lo largo de los cuales la lucha ideológica probablemente se mueva.

Y, sin embargo, ya que esta red de rastros preexistentes y elementos de sentido común constituye el ámbito del pensamiento práctico para las masas del pueblo, Gramsci insistió en que era precisamente en este terreno que la lucha ideológica tenía lugar con mayor frecuencia. El “sentido común” se convirtió en una de las apuestas sobre las que se debía conducir la lucha ideológica. En última instancia, “[l]a relación entre el sentido común y el nivel superior de la filosofía es asegurada por la ‘política’”.

Las ideas sólo se vuelven efectivas si es que, al final, se conectan con una constelación particular de fuerzas sociales. En ese sentido, la lucha ideológica es una parte de la lucha social general por el dominio y el liderazgo: en una palabra, por la hegemonía. La manera en que nosotros conceptualizamos la relación entre “ideas dominantes” y “clases dominantes” se piensa mejor en términos de los procesos de “dominación hegemónica”.

A las ideas dominantes no se les garantiza su predominio a través de su emparejamiento ya establecido con las clases dominantes. Más bien, el emparejamiento efectivo de las ideas dominantes con el bloque histórico que ha adquirido poder hegemónico en un período particular es lo que el proceso de lucha ideológica pretende asegurar. Este es el objeto del ejercicio, no la representación de un guión ya escrito y concluido.

Lo económico proporciona el repertorio de categorías que será utilizado en el pensamiento. Lo que lo económico no puede hacer es (a) proporcionar los contenidos de los pensamientos particulares de clases sociales o grupos particulares en cualquier momento específico; ni (b) fijar o garantizar por siempre qué ideas serán usadas por qué clases. La determinación [determinancy] que proporciona lo económico para lo ideológico puede darse, por lo tanto, sólo en la medida en que lo primero asigne los límites para definir el terreno de las operaciones, estableciendo las “materias primas” del pensamiento.

Lo económico no puede efectuar una clausura final sobre el ámbito de la ideología en el sentido estricto de garantizar siempre un resultado. No siempre puede asegurar un conjunto particular de correspondencias o proporcionar modos particulares de razonamiento para clases particulares según su lugar dentro de su sistema.

Esta apertura o indeterminación [indeterminancy] relativa es necesaria para el mismo marxismo como teoría. Lo “científico” de la teoría marxista de la política es que procura entender los límites de la acción política dados por el terreno sobre el que opera. Entender la “determinación” [determinacy] en términos de la asignación de límites, el establecimiento de parámetros, la definición del espacio de las operaciones, las condiciones concretas de la existencia, lo “dado” de las prácticas sociales, en vez de en términos de la predictibilidad absoluta de resultados particulares, es la única base de un “marxismo sin garantías finales”.


El redescubrimiento de la “ideología”: el retorno de lo reprimido en los estudios de los medios


La investigación de la comunicación de masas ha tenido, por decir lo menos, una trayectoria llena de altibajos. Desde su inicio como área especializada de la indagación e investigación científica —aproximadamente, durante las primeras décadas del siglo XX— podemos identificar por lo menos tres fases distintas. La ruptura más dramática es aquella que ocurrió entre la segunda y la tercera fase. Esto diferencia al período enorme de la investigación conducida dentro de los enfoques sociológicos de la ciencia conductista estadounidense “convencional”, que comienza en los años cuarenta y que estuvo al mando del campo incluso en los años cincuenta y sesenta, del período de su declive y el surgimiento de un  paradigma alternativo y “crítico”.

“Sueño vuelto realidad”: el pluralismo, los medios y el mito de la integración”


El enfoque “convencional” era conductista en dos sentidos. La cuestión central que interesaba a los sociólogos mediáticos estadounidenses durante este período era la cuestión de los efectos de los medios. Estos efectos —se asumía— podrían identificarse y analizarse mejor, en términos de los cambios que se decía que los medios habían efectuado en la conducta de individuos expuestos a su influencia. El enfoque era “conductista” también en un sentido más metodológico. Su predominio iba paralelo a la hegemonía institucional de la ciencia conductista estadounidense a escala mundial, en los días felices de los años cincuenta y a principios de los sesenta. Su declive iba paralelo al de los paradigmas sobre los que aquella hegemonía intelectual se había fundado.

Para entender la naturaleza de la investigación mediática en el periodo de la hegemonía conductista convencional, y su interés por un conjunto determinado de efectos, debemos entender la manera en que se relaciona, a su vez, con la primera fase de la investigación mediática. Con un enfoque básicamente europeo, su debate mayor asumió un conjunto muy poderoso de efectos, en gran medida directos, atribuibles a los medios. La premisa de este trabajo fue la suposición de que, en algún momento del período del desarrollo capitalista industrial tardío, las sociedades modernas se habían vuelto “sociedades de masas”. Los medios de comunicación de masas eran vistos tanto como instrumentos en esta evolución, como algo sintomático de sus tendencias más preocupantes.

Los efectos por los que más se interesó este enfoque, más especulativo, pueden ser agrupados bajo tres gruesos encabezamientos. Algunos fueron definidos como culturales: el desplazamiento, la degradación y la trivialización de la alta cultura como resultado de la diseminación de la cultura de masas asociada a los nuevos medios.

Quizás más importantes que la distinción entre predicciones sociales “pesimistas” y “optimistas” sobre los efectos de los medios, fueron las distinciones entre los enfoques teóricos y metodológicos de las dos escuelas. El enfoque europeo era históricamente y filosóficamente amplio, especulativo, ofrecía un conjunto de hipótesis rico pero muy generalizado. El enfoque estadounidense era empírico, conductista y cientificista.

En el enfoque que siguió a la crítica europea el foco principal estaba centrado en el cambio de conducta. Si es que los medios tenían “efectos”, se argumentó que éstos debían notarse empíricamente en términos de una influencia directa sobre los individuos, lo cual se registraría como un cambio de conducta. Los cambios de elección —entre bienes de consumo anunciados o entre candidatos presidenciales— se consideraban un caso paradigmático de apreciable influencia e impresión.

El paralelismo con las campañas de publicidad era exacto. No sólo se fundaba una gran parte de la investigación con la finalidad de identificar cómo entregar audiencias específicas a los anunciantes —titulada, con altivez, “investigación de políticas”— sino que el modelo comercial tendía a dominar la teoría, aun en la atmósfera más enrarecida de la academia.

Se acordó que lo que mantenía unido a la sociedad eran sus normas. En una sociedad pluralista, se asumió que un amplio consenso sobre las normas prevalecía por toda la población. La conexión entre los medios y este consenso normativo, entonces, sólo podía establecerse en el nivel de los valores. Este era un término difícil: los mecanismos de integración que mantenían el orden social se organizaban alrededor de ellos. Sin embargo, lo que estos valores eran —su contenido y estructura— o cómo se producían, o cómo, en una sociedad moderna, industrial y capitalista, altamente diferenciada y dinámica, había surgido espontáneamente un consenso integral sobre “el sistema de valores centrales”, eran preguntas que no fueron, y no podían ser, explicadas. No obstante, el consenso de valor se supuso. Si algunos grupos, inexplicablemente, aún no eran miembros completamente comprometidos del club del consenso, estaban camino a integrarse en él. La asimilación cultural de todos los grupos dentro de la cultura del centro.

El pluralismo se apoyaba en estos soportes mutuamente reforzadores. En su forma más pura, el pluralismo aseguraba que ninguna barrera o límite de clase estructural obstruiría este proceso de asimilación cultural: pues, como “sabíamos” todos, Estados Unidos ya no era una sociedad de clases. Nada impedía el largo viaje de las masas estadounidenses hacia el centro. El pluralismo se volvió, así, no sólo una manera de definir el particularismo estadounidense, sino el modelo de la sociedad como tal, inscrito en las ciencias sociales. A pesar de la forma teórica en la que fue propuesta esta construcción destartalada, y las metodologías refinadas a través de las cuales se confirmó su progreso empíricamente, el acuerdo político e ideológico que la respaldó es inconfundible.

La instalación del pluralismo como el modelo del orden social industrial moderno representaba un momento de profunda clausura teórica y política. No estaba, sin embargo, destinado a sobrevivir los tiempos difíciles de las rebeliones de gueto, los levantamientos de los campus universitarios, la agitación contracultural y movimientos antibélicos de fines de los años sesenta. A veces se pregunta qué aspecto tendría un momento de acuerdo político y hegemonía ideológica: éste sin duda sería un buen candidato.

Los medios se articularon principalmente de dos maneras con este modelo social científico general. los mensajes de los medios fueron leídos y codificados en términos de las intenciones y los prejuicios de los comunicadores. Desde que el mensaje se asumió como una especie de concepto lingüístico vacío, fue obligado a reflejar las intenciones de sus productores de una manera relativamente simple. Ocasionalmente, se anunciaban movidas para volver más completamente social el modelo de la influencia de los medios. Pero, conceptualmente, el mensaje de los medios, como vehículo simbólico de signos o discurso estructurado con su propia complejidad y estructuración interna, permaneció completamente  sin desarrollar en lo teórico.

En el nivel más amplio, se consideraba que los medios, en gran medida, reflejaban o expresaban un consenso alcanzado. Se suponía que estas necesidades y satisfacciones eran universales y transhistóricas. La suposición positiva que surgía de todo esto era, en suma, que los medios —aunque abiertos a influencias comerciales, entre otras— eran, por lo general, funcionales para la sociedad, porque se desempeñaban acorde con los valores de ésta y fortalecían su sistema nuclear. Es decir, respaldaban el pluralismo.

Los desviados y el consenso


La desviación subcultural podía entenderse como algo que aprende, se afilia o se subscribe a una “definición de la situación” distinta o desviada de lo institucionalizado, dentro del sistema de valores nucleares. El desviado social [career deviant] en una subcultura se había suscrito de manera definitiva a, digamos, una definición del consumo de drogas que el consenso dominante consideraba fuera de la norma (con la excepción del alcohol y el tabaco que, inexplicablemente, tenían una importancia especial dentro del sistema estadounidense central de valores).

Pero este pluralismo teórico no podía sobrevivir mucho tiempo. Pues pronto se vio claramente que estas diferenciaciones entre formaciones “desviadas” y “consensuales” no eran naturales sino definidas socialmente, como indicó el contraste entre las diferentes actitudes frente el alcohol y la marihuana.

Los desviados fueron identificados y etiquetados de manera definitiva: el proceso de etiquetamiento sirvió para movilizar en su contra la censura moral y la sanción social. Esto tuvo —como reconocían aquellos que ahora recordaban las partes olvidadas del programa de Durkheim— la consecuencia de reforzar la solidaridad interna de la comunidad moral. Entonces surgió la pregunta: ¿quién tenía el poder de definir a quién?

En realidad, lo que estaba en cuestión aquí era el problema del control social, y el papel del control social en el mantenimiento del orden social. El orden social ahora parecía una proposición bastante distinta. Implicaba la imposición de disciplina social, política y legal. Estaba articulado con lo que existía: con las disposiciones de clase, poder y autoridad dadas: con las instituciones de la sociedad establecidas. Este reconocimiento problematizaba radicalmente toda la noción de “consenso”.

El paradigma crítico


Es alrededor del redescubrimiento de la dimensión ideológica que giraba el paradigma crítico en los estudios de los medios masivos de comunicación. Estaban implicados dos aspectos: cada uno se trata por separado a continuación. El primero, que concernía a la producción y a la transformación de los discursos ideológicos, fue moldeado con fuerza por teorías relacionadas al carácter simbólico y lingüístico de los discursos ideológicos: la noción de que la elaboración de la ideología encontraba en el lenguaje (concebido de manera amplia) su esfera de articulación verdadera y privilegiada. El segundo, que concernía a cómo conceptualizar la instancia ideológica dentro de una formación social, también se volvió el lugar de un amplio desarrollo teórico y empírico.

Inventarios culturales


La hipótesis de Sapir-Whorf sugirió que cada cultura tenía una manera distinta de clasificar el mundo. Argumentó que los esquemas se reflejarían en las estructuras lingüísticas y semánticas de sociedades distintas. También estaba presente en el enfoque de la “construcción social de la realidad”, desarrollado por Berger y Luckmann (1966). La teoría de la desviación interaccionista —que sugerimos antes que identificó por primera vez la cuestión de “la definición de la situación” y “¿quién define a quién?”— también se movió, aunque más tentativamente, en la misma dirección.

En el enfoque estructuralista, el asunto giró alrededor del problema de la significación. Esto implica, como ya hemos dicho, que las cosas y los eventos en el mundo real no contienen ni proponen su propio significado integral, único e intrínseco, que luego meramente se transfiere a través del lenguaje. El significado es una producción social, una práctica. Se tiene que hacer que el mundo signifique. El lenguaje y la simbolización son los medios a través de los que se produce el significado. Por el contrario, se había considerado al lenguaje como el medio en el cual se producían significados específicos. Lo que esta idea puso en cuestión, entonces, fue el asunto de qué tipos de significado se construyen alrededor de eventos particulares. La especificidad de las instituciones mediáticas se encontraba, por lo tanto, precisamente en la manera en la que se organizaba una práctica social para producir, así, un producto simbólico. Lo que lo diferenciaba entonces, como práctica, era precisamente la articulación de elementos sociales y simbólicos, si es que se permite la distinción aquí para los fines del argumento. Los automóviles, naturalmente, tienen, además de sus valores de cambio y de uso, un valor simbólico en nuestra cultura.

Historizando las estructuras


Si los inventarios de los que se generaban las significaciones particulares se concebían no simplemente como un esquema formal de elementos y reglas, sino como un conjunto de elementos ideológicos, entonces las concepciones de la matriz ideológica tenían que historizarse radicalmente. La “estructura profunda” de una afirmación tenía que concebirse como la red de elementos, premisas y suposiciones tomadas de los discursos antiguos e históricamente elaborados que se habían unido con los años. Gramsci, quien se refirió, de una manera menos formal, al inventario de ideas tradicionales —las formas de pensamiento episódico que nos proporcionan los elementos de nuestro saber práctico que se dan por sentado— llamaba a este inventario el “sentido común”.

El efecto realidad


De esta manera, el paradigma crítico empezó a diseccionar la llamada “realidad” del discurso. En el enfoque referencial, se pensaba que el lenguaje era transparente a la verdad de “la realidad misma”, que meramente transfería este significado de origen al receptor. El mundo real era tanto el origen como la justificación de la verdad de cualquier afirmación sobre él. Pero en la teoría del lenguaje convencional o constructivista, la realidad llegó a entenderse, por el contrario, como el resultado o el efecto de cómo se han significado las cosas. El discurso,en breve, tuvo el efecto de sostener ciertas “clausuras”, de establecer ciertos sistemas de equivalencia entre lo que se podía suponer sobre el mundo y lo que se podía decir que era verdadero. “Verdadero” significa creíble, o al menos capaz de ganar credibilidad como una exposición de los hechos. Los eventos nuevos, problemáticos o preocupantes, que abrieron una brecha en las expectativas dadas por sentadas sobre cómo debería ser el mundo, se podían entonces “explicar” a través de darles las formas de explicación que habían servido “a efectos prácticos”, en otros casos.

La “lucha de clases en el lenguaje”


Dado que el significado ya no dependía de “cómo eran las cosas” sino de cómo se significaban las cosas, se siguió, como hemos dicho, que el mismo evento podía representarse de distintas maneras. Ya que la significación era una práctica, y “la práctica” se definía como “cualquier proceso de transformación de una materia prima en un producto específico. El significado no era, por lo tanto, determinado, digamos, por la estructura de la realidad misma, sino que tenía como condición que el trabajo de significación fuera realizado con éxito a través de una práctica social.

El trabajo de Volóshinov y Gramsci ofreció una corrección importante para este funcionalismo a través de reintroducir al dominio de la ideología y al lenguaje la noción de una “lucha por el significado” (que Volóshinov probó teóricamente con su argumento sobre la multiacentualidad del signo). La “lucha en el discurso” consistía por lo tanto, precisamente, en este proceso de articulación y desarticulación discursiva. Sus consecuencias, en el resultado final, sólo podían depender de la fuerza relativa de las “fuerzas en la lucha”, el equilibrio entre ellas en cualquier momento estratégico, y la realización efectiva de la “política de la significación”.

Los mecanismos dentro de los signos y el lenguaje que hacía posible la “lucha”. A veces, la lucha de clases en el lenguaje ocurría entre dos diferentes términos: la lucha, por ejemplo, por reemplazar el término “inmigrante” con el término “negro”. Pero a menudo la lucha tomó la forma de una acentuación distinta del mismo término: por ejemplo, el proceso por medio del cual el color despectivo “negro” se volvió el valor elevado “Negro”. En el segundo caso, la lucha no era por el término en sí mismo sino por su significado connotativo. Barthes, en su ensayo acerca del “mito”, argumentó que el campo asociativo de los significados de un solo término —su campo de referencia connotativo— era, por excelencia, el ámbito a través del cual la ideología invadía el sistema de lenguaje.

Hegemonía y articulación


La verdadera sorpresa final desagradable no residía allí, sino en una prolongación, en gran medida inadvertida, del argumento de Volóshinov. Pues si la lucha social en el lenguaje podía llevarse a cabo por el mismo signo, se siguió que los signos (y, por una extensión mayor, cadenas enteras de significantes, discursos enteros) no podían asignarse, de una manera determinada, permanentemente a ninguna parte en la lucha. Por supuesto, una lengua nativa no se distribuye en partes iguales entre todos los hablantes nativos sin tener en cuenta la clase, la posición socio-económica, el género, la educación y la cultura: ni está distribuida al azar la competencia para desempeñarse en el lenguaje.

Pero la “lucha por el significado” no se desarrolla, exclusivamente, en las condensaciones discursivas a las que son sujetos diferentes elementos ideológicos. El hecho de que uno no podría leer la posición ideológica de un grupo social o individuo desde la posición de clase, sino que tendría que tomar en cuenta cómo se llevaba a cabo la lucha por el significado, implica que la ideología dejó de ser un mero reflejo de las luchas que tenían lugar o que eran determinadas en otro sitio (por ejemplo, en el nivel de la lucha económica). Esto dio a la ideología una independencia relativa o “autonomía relativa”.

La ideología en la formación social


Las formaciones sociales complejas tenían que analizarse en términos de las instituciones y prácticas económicas, políticas e ideológicas a través de las que fueron elaboradas. A cada uno de estos elementos tenía que atribuírsele un peso específico, en la determinación de los resultados de coyunturas particulares. La cuestión de la ideología no podía extrapolarse de algún otro nivel —el económico, por ejemplo— como proponían algunas versiones del marxismo clásico. Perder la proposición de la clase-dominante/ideas-dominantes por completo es, por supuesto, también correr el riesgo de perder la noción de “dominio” íntegramente. Pero la dominación es central si se van a cuestionar las proposiciones del pluralismo. Y, como hemos demostrado, el paradigma crítico ha trabajado mucho para mostrar cómo una concepción no reduccionista de la dominación puede elaborarse en el contexto de una teoría de la ideología. asegurada, no por coacción ideológica, sino por liderazgo cultural.

Circunscribía a todos aquellos procesos mediante los cuales una alianza de clases dominantes o un bloque dirigente, que ha asegurado eficazmente el control de los principales procesos económicos en la sociedad, extiende y expande su control de la misma de tal manera que puede transformar y rehacer sus modos de vida, sus costumbres y su conceptualización, y su misma forma y nivel de cultura y civilización en una dirección que, si bien no da beneficios inmediatos a los intereses estrechos de alguna clase particular, favorece el desarrollo y la ampliación del sistema dominante productivo y de vida social, en conjunto.

Del “reflejo del consenso” a la “producción del consentimiento”


La fórmula de clase-dominante/ideas-dominantes no iba lo suficientemente lejos en explicar lo que era claramente el elemento más estabilizador en tales sociedades: el consentimiento. La “teoría del consentimiento”, sin embargo, dio una lectura no problemática a este elemento, reconociendo el aspecto del consentimiento, pero teniendo que reprimir las nociones complementarias de poder y dominación. Pero la hegemonía intentaba proporcionar, al menos, una idea aproximada de una explicación sobre cómo funcionaba el poder en tales sociedades, que se sujetara de ambos extremos de la cadena a la vez. La cuestión del consenso, en la teoría pluralista, no estaba tan equivocada como incorrectamente o inadecuadamente planteada.

Los medios y otras instituciones significadoras vuelven a la cuestión, ya no sobre cómo las instituciones meramente reflejaban y sostenían el consenso, sino sobre cómo las instituciones ayudaban a producirlo y manufacturaban el consentimiento.

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