Laclau/Mouffe — Hegemonía y estrategia socialista, Introducción y cap. 1 ‣ Resumen de Eduardo Eguiarte

Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, “Introducción” y “Hegemonía: genealogía de un concepto” en Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2004, pp. 25-75.
Resumen y síntesis de Eduardo Eguiarte Ruelas

SÍNTESIS

En el presente capítulo, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau abordan la problemática en torno a la fragmentación de la clase obrera, así como la crisis en que se encuentra el paradigma marxista a propósito de tal división. En este sentido, realizan un análisis del «espontaneísmo» luxemburguiano –que plantea que la unión de la clase obrera se da espontáneamente en el proceso mismo de la revolución–, señalando que si bien la unidad que se constituye como resultado de este proceso es una unidad de clase, no hay nada en su teoría que asegure tal conclusión.

En esta misma perspectiva, los autores examinan el modelo kautskiano –apegado rigurosamente al marxismo ortodoxo–, donde se formula que el colapso del capitalismo se dará como una consecuencia «natural» del mismo sistema y que, por consiguiente, la clase obrera sólo tiene que esperar tal momento para tomar el poder. Sin embargo, observarán que tal teoría tiene de facto ciertas antinomias –la creciente organización del capitalismo y la fragmentación de las clase obrera que, bajo este paradigma, debería estar unida– que tornan necesario repensar dicho modelo.

De igual manera, Laclau y Mouffe exponen tres respuestas que han surgido a propósito de la crisis de la unión de la clase obrera. La primera es la de la ortodoxia marxista, que supone que, como la teoría no puede estar mal, las tendencias actuales de la clase obrera son pasajeras, por lo que eventualmente habrá una reconstitución revolucionaria de la misma. La segunda es la del revisionismo, que postula la necesidad de una intervención política autónoma para romper el aislamiento en que se encuentra la clase trabajadora. Por último está la respuesta del sindicalismo revolucionario, donde se sugiere que las transformaciones sociales no sólo se basan en antagonismos, sino que también puede haber otros desenlaces como la desintegración y la decadencia; en este sentido, la clase obrera es el agente moral capaz de detener la declinación de la sociedad burguesa y reconstituir una forma más «alta» de civilización.


RESUMEN

Introducción


El pensamiento de izquierda se encuentra hoy en una encrucijada. Las «evidencias» del pasado aparecen seriamente cuestionadas por una avalancha de transformaciones históricas que ha hecho estallar el terreno en el que aquéllas se habían constituido. Lo que ha sido crecientemente cuestionado es la forma de concebir al socialismo y las vías que habrán de conducir a él; y este cuestionamiento ha realimentado un pensamiento crítico acerca de los fundamentos teóricos y políticos que habían constituido tradicionalmente el horizonte intelectual de la izquierda.

Lo que está actualmente en crisis es la concepción del socialismo fundada en la centralidad ontológica de la clase obrera, en la afirmación de la Revolución como  momento fundacional en el tránsito de un tipo de sociedad a otra, y en la ilusión de la posibilidad de una voluntad colectiva perfectamente homogénea que tornaría inútil el momento de la política.

La misma riqueza y pluralidad de las luchas sociales contemporáneas ha generado una crisis teórica, y es en este punto intermedio, de reenvíos recíprocos entre lo teórico y lo político, donde se ubicará nuestro discurso. Lo que nos hemos propuesto hacer es: concentrarnos en ciertas categorías discursivas que nos parecían constituir, prima facie, puntos privilegiados de una pluralidad de aspectos de la crisis que analizábamos, e intentar desentrañar, en las varias facetas de esta refracción múltiple, el sentido posible de una historia.

El hilo conductor de nuestro análisis lo han constituido las transformaciones del concepto de hegemonía en cuanto superficie discursiva y punto nodal fundamental de la teorización política marxista. Nuestra conclusión básica al respecto es la siguiente: detrás del concepto de «hegemonía» se esconde algo más que un tipo de relación política complementario de las categorías básicas de la teoría marxista; con él se introduce una lógica de lo social que es incompatible con estas últimas.


Hegemonía: genealogía de un concepto


Los dilemas de Rosa Luxemburg


En Huelga de masas, partido y sindicatos, Rosa Luxemburg discute un tema preciso: la eficacia y el sentido de la huelga de masas como herramienta política; pero este tema implica, para ella, la consideración de dos problemas vitales para la causa socialista: la unidad de la clase obrera y el curso de la revolución en Europa. Las tesis de Rosa Luxemburg son bien conocidas: la experiencia rusa mostraba que hay una interacción y enriquecimiento mutuo y constante entre las dimensiones política y económica de la huelga de masas. Este es el sentido del «espontaneísmo» luxemburguiano. La unidad entre lucha económica y lucha política es la resultante de este movimiento de realimentación e interacción. Pero, a su vez, este movimiento no es otra cosa que el proceso mismo de la revolución.

Si pasamos de Rusia a Alemania, nos dice Rosa Luxemburg, la situación que encontramos es muy distinta. El espectáculo dominante es la fragmentación entre distintas categorías de obreros, entre diversos movimientos reivindicativos, entre lucha económica y lucha política. Y este aislamiento y fragmentación no es un hecho aislado: es un efecto estructural del Estado capitalista, que sólo es superado en un clima revolucionario.

En estas condiciones, ¿no estaban pospuestas sine die las perspectivas de una revolución en Occidente? Aquí la respuesta de Rosa Luxemburg toma un curso característico: tratar de minimizar las diferencias entre los proletariados ruso y alemán, mostrando la existencia de zonas de pobreza y ausencia de organización en numerosos sectores de la clase obrera alemana, a la vez que la presencia de fenómenos inversos en los sectores más avanzados del proletariado ruso. Pero aun así, ¿esos bolsones de atraso en Alemania no eran sectores residuales que serían barridos por la expansión capitalista? ¿Qué garantizaba, en esas circunstancias, la emergencia de una situación revolucionaria? La respuesta a nuestra pregunta nos viene pocas páginas después: las leyes necesarias del desarrollo capitalista se erigen en garantía de la futura situación revolucionaria en Alemania.

En lo que se refiere al mecanismo constitutivo de la unidad de la clase, la posición de  Rosa Luxemburg es clara: en la sociedad capitalista la clase obrera está necesariamente fragmentada, y la recomposición de su unidad sólo se da en el proceso mismo de la revolución. Es aquí donde el espontaneísmo entra en juego. Al intentar determinar el sentido del «espontaneísmo» luxemburguiano debemos concentrarnos no sólo en la pluralidad de las formas de lucha, sino también en las relaciones que éstas establecen entre sí y en los efectos unificantes que se siguen de las mismas. Ahora bien, esto no es otra cosa que la característica definitoria del símbolo: el desbordamiento del significante por el significado. La unidad de la clase obrera es, por tanto, una unidad simbólica. Este es, sin duda, el punto más alto del análisis luxemburguiano.

Aquí, sin embargo, comienzan los problemas, ya que para Rosa Luxemburg la unidad que se constituye como resultante de este proceso es una unidad muy precisa: es una unidad de clase. Ahora bien, no hay nada en la teoría del espontaneísmo que asegure lógicamente esta conclusión. Al contrario, la lógica misma del espontaneísmo parecería implicar que el tipo de sujeto unitario resultante debería ser, en gran medida, indeterminado.

Si la unidad de la clase obrera fuera un dato infraestructural constituido fuera del proceso de sobredeterminación revolucionaria, lucha política y lucha económica serían expresiones simétricas de un sujeto clasista constituido con anterioridad a las luchas mismas. Pero si la unidad es ese proceso de sobredeterminación, hay que proveer una explicación independiente de por qué habría una superposición necesaria entre subjetividad política y posiciones de clase. Aunque Rosa Luxemburg no provee esta explicación está claro cuál habría sido ésta: la afirmación del carácter necesario de las leyes objetivas del desarrollo capitalista, que conducen a la proletarización creciente de los sectores medios y del proletariado. Con la cual los efectos renovadores de la lógica del espontaneísmo aparecen, desde el comienzo, estrictamente limitados.

Limitados en tanto la lógica del espontaneísmo y la lógica de la necesidad confluyen como dos lógicas antitéticas que sólo interactúan entre sí a través de la limitación recíproca de sus efectos. Observemos con atención el punto en que estas dos lógicas divergen. La lógica del espontaneísmo es una lógica del símbolo en cuanto opera a través de la subversión de todo sentido literal. La lógica de la necesidad es una lógica de lo literal: opera a través de fijaciones que, justamente por ser necesarias, establecen un sentido que elimina cualquier variación contingente.

Asistimos aquí a la emergencia de un doble vacío. Vista desde la categoría de «necesidad», la dualidad de lógicas señala tan sólo los límites de operatividad de dicha categoría. Pero lo mismo ocurre desde el punto de vista del espontaneísmo: el campo de la «necesidad histórica» se presenta como límite a la operación de lo simbólico. Los límites son en realidad limitaciones.

El concepto de «hegemonía» surgirá precisamente en un contexto dominado por la experiencia no sólo de la fragmentación, sino también de la indeterminación de las articulaciones entre distintas luchas y posiciones de sujeto, y como intento de proveer  una respuesta socialista en un universo político-discursivo que había asistido a la retracción de la categoría de «necesidad» al horizonte de lo social.

Un último punto antes de abandonar a Rosa Luxemburg. La limitación de efectos que las «leyes necesarias» operan en su discurso funciona también en otra dirección importante: como limitación de las conclusiones políticas que podían derivarse de las «tendencias observables» en el capitalismo avanzado. La función de la teoría no era la de elaborar intelectualmente las tendencias observables a la fragmentación y a la dispersión, sino, al  contrario, garantizar el carácter transitorio de dichas tendencias. Hay así una escisión entre «teoría» y «práctica» que es claramente el síntoma de una crisis, la cual es el punto de partida de nuestro análisis.

El grado cero de la crisis


En La lucha de clases, Kautsky muestra un paradigma simple. En un primer sentido, presenta una teoría de la creciente simplificación de la estructura social y de los antagonismos en el interior de la misma. La sociedad capitalista avanza hacia una creciente concentración de la propiedad y la riqueza en manos de unas pocas empresas; hay una rápida proletarización de los más diversos estratos sociales y categorías profesionales y una creciente pauperización de la clase obrera.

Pero el paradigma kautskiano es también simple en un segundo sentido, que se trataría no tanto de la reducción del número de diferencias estructurales pertinentes, cuanto de la fijación, para cada una de ellas, de un  sentido único concebido como localización precisa en el seno de una totalidad. Es en esta unicidad de sentido donde reside la segunda forma de simplicidad a que nos referimos. Para Kautsky, la unidad de la clase obrera es el punto de partida: es por un cálculo económico que la clase obrera lucha en el plano político. Podemos pasar de una lucha a la otra en términos de una mera transición lógica. Kautsky simplifica el significado de todo elemento o antagonismo social al reducirlo a una localización estructural específica, fijada de antemano por la lógica del modo de producción capitalista. La historia del capitalismo consiste, así, en puras relaciones de interioridad. El capitalismo cambia, pero este cambio no es sino el despliegue de sus tendencias y contradicciones endógenas.

Finalmente, la simplicidad está  presente en una tercera dimensión: en cuanto al papel propio de la teoría. Kautsky presenta a la clase obrera como habiendo completado su formación unitaria. De la misma manera, cuando Kautsky habla de  proletarización y pauperización crecientes, de las crisis inevitables del capitalismo, o del necesario advenimiento del socialismo, no parece estar hablando de tendencias potenciales que sólo se revelan al análisis, sino de realidades empíricas observables en los dos primeros casos y de una transición de corto plazo en el tercero.

En realidad, la combinación de elementos que está en la base de esta simplicidad y optimismo, pese a  ser presentada como parte de un proceso universal de constitución de la clase obrera, era tan sólo la coronación de un proceso histórico muy específico: el de formación de la clase obrera alemana.

En estas condiciones la autonomía de la clase, su unidad y el colapso del sistema capitalista, se presentaban casi como datos de la experiencia. Estos eran los parámetros de lectura que daban su aceptabilidad al discurso kautskiano. Pero ésta era una situación estrictamente alemana y no correspondía ciertamente con los procesos de formación de la clase obrera en aquellos países donde existía una fuerte tradición liberal: Inglaterra; democrático-jacobina: Francia, o donde las identidades étnicas y religiosas predominaban sobre las de clase: Estados Unidos.

El fin de la depresión acarreó el comienzo de la crisis de este paradigma. La transición hacia el «capitalismo organizado» y el  boom que le acompañó tornó inciertas las perspectivas de una «crisis general del capitalismo». Se estaba asistiendo en todas las áreas sociales a una  autonomización de esferas, que implicaba que cualquier tipo de unidad sólo podía lograrse a través de formas inestables y complejas de articulación. Desde esta nueva perspectiva, la secuencia simple y aparentemente lógica de los distintos momentos estructurales del paradigma kautskiano de 1892 aparecía seriamente cuestionada. Y como la relación entre teoría y programa era una relación de implicación total, la crisis política se desdobló en una crisis teórica.

Esta crisis aparece dominada por dos momentos fundamentales: la nueva conciencia de la opacidad de lo social, de las complejidades y resistencias de un capitalismo crecientemente organizado; y la fragmentación de las distintas posiciones de los agentes sociales respecto de la unidad que, de acuerdo con el paradigma clásico, habría debido existir entre las mismas.

Sería erróneo ver en esta crisis tan sólo un momento pasajero; por el contrario, a partir de ella el marxismo perdió definitivamente la inocencia. El problema del marxismo a partir de entonces habrá de ser el de cómo pensar esas discontinuidades y, a la vez, el de las formas de reconstitución de la unidad de los elementos heterogéneos y dispersos. Así, es en la forma de concebir a este momento relacional donde reside la especificidad de las distintas respuestas a la crisis del paradigma.

Primera respuesta a la crisis: la constitución de la ortodoxia marxista


El campo de constitución de la ortodoxia marxista es el campo de una escisión creciente entre teoría marxista y práctica política de la socialdemocracia. Esta escisión encuentra el terreno de superación, para la ortodoxia, en las leyes de movimiento de la infraestructura, que aseguran a la vez el carácter pasajero de las tendencias presentes y la futura reconstitución revolucionaria de la clase obrera.

Kautsky es consciente de las fuertes tendencias a la fragmentación que operan en el seno de la socialdemocracia alemana. Es también consciente de que cuanto más predominan los  intereses materiales inmediatos, más se afirman estas tendencias a la fragmentación y que, por tanto, la mera acción sindical no garantiza ni la unidad ni la determinación socialista de la clase obrera. Estas últimas sólo pueden consolidarse si se subordinan al objeto socialista final, y esto supone la subordinación de la lucha económica a la lucha política y, por tanto, de los sindicatos al partido. Pero el partido sólo puede representar esta instancia totalizante en la medida en que es el depositario de la ciencia.

La grieta abierta en la identidad de la clase, la creciente dislocación entre las distintas posiciones de sujeto de los obreros, sólo serán superadas por un futuro movimiento de la infraestructura, cuyo advenimiento está garantizado por la ciencia marxista. En consecuencia, todo depende de la capacidad predictiva de esta ciencia y del carácter necesario de estas predicciones.

Esta concepción de la unidad de la clase como unidad futura asegurada por la acción de leyes ineluctables producía efectos a varios niveles: en cuanto al tipo de articulación atribuido a las distintas posiciones de sujeto; en cuanto a la forma de tratar las diferencias inasimilables al paradigma; y en cuanto a la estrategia de análisis de los acontecimientos históricos. Respecto al primer punto, es claro que si el sujeto revolucionario constituye su identidad clasista al nivel de las relaciones de producción, su presencia a otros niveles sólo puede ser de exterioridad y debe adoptar la forma de «representación de intereses».

En segundo lugar, esta problemática reduccionista trataba las diferencias inadmisibles a sus categorías mediante dos tipos de argumento. El primero es el argumento de apariencia, que plantea que todo lo que se presenta como diferente puede ser reducido a identidad. Este argumento puede adoptar dos formas: o bien la apariencia es un mero artificio de ocultamiento, o bien es una forma  necesaria de manifestación de la esencia. El segundo es el argumento de contingencia, que señala que un sector o categoría social es efectivamente irreductible a las identidades postuladas como centrales a una forma de sociedad, pero su marginalidad respecto a la línea fundamental del desarrollo histórico nos permite desdeñarlo como irrelevante. En el argumento de contingencia la identidad es así reencontrada en una totalidad diacrónica. La historia es, así, la progresiva concretización de lo abstracto, la aproximación a una pureza paradigmática  que se presenta como sentido y dirección del proceso.

Finalmente, en cuanto que analítico del presente, el paradigma ortodoxo postula una estrategia de reconocimiento. En la medida en que el marxismo pretende conocer el curso ineluctable de la historia, entender un acontecimiento presente sólo puede consistir en identificarlo como momento en una sucesión temporal fijada a priori.

Las tres áreas de efectos que hemos analizado presentan, pues, un rasgo común: la reducción de lo concreto a lo abstracto. Es precisamente porque lo concreto es así reducido a lo abstracto que la historia, la sociedad y los agentes sociales tienen, para la ortodoxia, una esencia que opera como principio de unificación de los mismos.

Sin embargo, el pretendido radicalismo de la posición de Kautsky era la pieza esencial de una estrategia fundamentalmente conservadora; estando fundado en el rechazo de todo compromiso o alianza y en el desarrollo de un proceso cuyo desenlace no dependía de iniciativas políticas, dicho radicalismo conducía al quietismo y a la espera.

Además, el papel asignado por el marxismo ortodoxo a la teoría nos enfrenta a una paradoja. En el caso de Plejánov ésta resulta aún más clara que en el de Kautsky. El incipiente desarrollo capitalista en Rusia no había creado una civilización burguesa; de ahí que sólo por comparación con el desarrollo capitalista de Occidente pareciera posible desentrañar el sentido de la realidad rusa. Los fenómenos sociales de su país eran, para los marxistas rusos, los símbolos de un texto que los trascendía y que sólo podía leerse de modo completo y explícito en el Occidente capitalista. De ahí que el papel de la teoría tuviera en Rusia una importancia incomparablemente más alta que en Occidente: si las «leyes necesarias de la historia» no eran universalmente válidas, la realidad huidiza de una huelga, de una manifestación, de un proceso de  acumulación, amenazaba con disolverse. De esta manera, cuanto más el sentido de lo social dependía de una formulación teórica, tanto más la defensa de la ortodoxia pasaba a ser un problema político.

No obstante, todo el análisis inicial del marxismo ruso tiende a borrar el análisis de las especificidades, a mostrar que éstas no son otra cosa que formas aparenciales o contingentes de una realidad esencial: el desarrollo abstracto del capitalismo, por el que toda sociedad debe pasar.

Concluyamos estas consideraciones sobre la ortodoxia. De un modo u otro había que luchar en el presente contra las tendencias a la fragmentación. Como esta lucha suponía formas de articulación que, al presente, no brotaban espontáneamente de las leyes del capitalismo, era necesario introducir una lógica social distinta de la determinación mecánica, un cierto espacio que restaurara la autonomía (siquiera relativa) de la iniciativa política. Este espacio, aunque mínimo, existe en Kautsky: está constituido por las relaciones de exterioridad entre clase obrera y socialismo, que requieren la mediación política de los intelectuales. Y para aquellas tendencias que más intentaban romper con el quietismo y producir efectos políticos en el presente, ese espacio debía ser más amplio. Las tendencias más creativas dentro de la ortodoxia se esforzaron por limitar los efectos de la «lógica de la necesidad», pero el resultado inevitable es que instalaron su discurso en un permanente dualismo, que escindió a aquél entre una «lógica de la necesidad» que producía cada vez menos efectos en términos de política práctica, y una «lógica de la contingencia», que, al no determinar su especificidad, era incapaz de pensarse a sí misma teóricamente.

La teoría marxista no puede, en consecuencia, ser el «sistema completo y armonioso del mundo» que Plejánov nos presentaba y que sólo es pensable en un modelo cerrado. El dualismo necesidad/contingencia abre paso a un pluralismo de legalidades estructurales cuyas lógicas internas y relaciones mutuas es preciso determinar.

Segunda respuesta a la crisis: El revisionismo


El punto central de divergencia [entre revisionistas y ortodoxos] es que, mientras para los ortodoxos la superación de la fragmentación y división propias de la nueva etapa capitalista había de ser la resultante de un movimiento de la infraestructura, para el revisionismo había de resultar de una intervención política autónoma. En sus mejores momentos, el revisionismo fue un esfuerzo real por romper con el aislamiento corporativo de la clase obrera. Pero es también cierto que, en el mismo momento en que se produce esta emergencia de lo político como instancia autónoma, ella lo hace sancionando la validez de una práctica «reformista», que es, en gran medida, su opuesto.

Es solamente dicha autonomización de lo político frente a los dictados de la infraestructura lo que le permite a aquél jugar este papel de recomposición o reunificación frente a tendencias infraestructurales que, si son abandonadas a sí mismas, sólo pueden conducir a la fragmentación. Esto se ve claramente en la concepción de Bernstein acerca de la dialéctica unidad/división de la clase obrera. Económicamente la clase obrera aparece siempre más y más dividida.

Pero si la tendencia a la división está inscrita en la misma estructura del capitalismo moderno, ¿de dónde procede el momento opuesto, el de la tendencia a la unificación? Según Bernstein, del partido. Habla así de la «necesidad de un órgano de la lucha de clases que mantenga unida a la totalidad de la clase pese a la fragmentación resultante de los diferentes empleos; este órgano es la socialdemocracia como partido político. En él, el interés especial del grupo económico es pospuesto al interés general de todos aquellos que dependen de un ingreso procedente de su trabajo, de todos los «no privilegiados».

Sin embargo, en el análisis bernsteineano de la mediación política como constitutiva de la unidad de la clase se ha deslizado una ambigüedad que pone en cuestión toda su construcción teórica: si la clase en la esfera económica aparece cada vez más dividida, y si su unidad se construye autónomamente a nivel político, ¿en qué sentido esta unidad política es una unidad de clase? La conclusión lógica parecería ser que es sólo superando las limitaciones de clase de las distintas fracciones obreras que se constituye una identidad política y que, por tanto, debería haber un hiato estructural permanente entre subjetividad económica y subjetividad política.

Empero, esta conclusión es quizás excesiva, en la medida en que supone que el razonamiento de Bernstein se mueve en el mismo plano que el de Kautsky o Rosa Luxemburg: es decir, que está hablando de sujetos necesarios de un proceso histórico ineluctable. Pero Bernstein, precisamente, ha desplazado la discusión de ese plano al negar que la historia esté dominada por una lógica determinista abstracta. Su concepción de la centralidad obrera parece más bien estar referida a un tipo de argumentación histórico-contingente. Pero subsiste, sin embargo, el problema de por qué estas ventajas son presentadas por Bernstein como logros irreversibles.

Esto nos conduce a nuestra segunda cuestión: las formas concretas que asume la ruptura de Bernstein con el determinismo ortodoxo, y el tipo de conceptos con los que intenta llenar el espacio dejado libre por el colapso de aquél. El cuestionamiento de la validez de un mecanismo general explicativo del movimiento histórico asume en Bernstein una forma característica: intenta crear un espacio dentro del cual pase a ser posible el libre juego de la subjetividad en la historia. La autonomía del sujeto ético era la base en la que Bernstein se fundaba para romper con el determinismo.

Ahora bien, tampoco la intervención del sujeto ético puede servir para disipar las ambigüedades que antes encontráramos en su razonamiento. Es aquí donde interviene otro supuesto que es para Bernstein el verdadero terreno en el cual se unifican lo político y lo económico y que da sentido tendencial a toda conquista concreta: el postulado del progreso y del carácter ascendente de la historia humana. La esfera política y la esfera económica no se unifican a partir de articulaciones precisables teóricamente, sino a partir de un movimiento tendencial idéntico, subyacente a ambas y fijado por las leyes evolutivas. Estas leyes son para Bernstein muy distintas que para la ortodoxia; pero se trata, en ambos casos, de  contextos totalizantes  que fijan  a priori  el sentido de todo evento.

Esto pone en claro por qué la autonomización de lo político puede estar ligada en Bernstein a la aceptación de una práctica reformista y de una estrategia gradualista. Porque si todo avance es irreversible la consolidación de esos avances ya no depende de una articulación inestable de fuerzas y deja de ser un problema político. Esto establece las premisas para una coincidencia entre revisionismo teórico y reformismo práctico: la ampliación de la iniciativa política a una variedad de frentes democráticos no entra nunca en contradicción con el quietismo y corporatismo de la clase obrera.

Esto se ve claramente si se considera la teoría revisionista del Estado: las funciones de organización social dentro del Estado pesan, según Bernstein, cada vez más respecto de las de dominación de clase; la democratización del Estado lo está transformando en un Estado «de todo el pueblo». Pero eso inmediatamente se transforma en su discurso, de manera totalmente ilegítima, en la afirmación de la existencia de una progresiva democratización del Estado como consecuencia necesaria de la «evolución histórica».

Siguiendo las líneas lógicas del argumento de Bernstein, dos conclusiones surgen: la primera, que los avances democráticos dentro del Estado dejan de ser acumulativos: pasan, por el contrario, a depender de una relación de fuerzas que es imposible determinar a priori. Pero —y esta es la segunda conclusión— la misma clarividencia de Bernstein abre una posibilidad mucho más inquietante. Si el obrero ya no es solamente el proletario, sino también el ciudadano, el consumidor, el participante en una pluralidad de posiciones dentro del aparato institucional y cultural de un país; y si, de otro lado, ese conjunto de posiciones ya no es unificado por ninguna «ley del progreso», entonces la relación entre las mismas pasa a ser una articulación abierta que nada nos garantiza a priori que adoptará una u otra forma determinada.

Tercera respuesta a la crisis: el sindicalismo revolucionario


En Sorel encontramos no sólo la postulación de un área de «contingencia» y «libertad», que viene a reemplazar a los eslabones rotos de la cadena de la necesidad, sino también un esfuerzo por pensar la especificidad de esa «lógica de la contingencia», de ese nuevo terreno en que un campo de efectos totalizantes se reconstituye. Es instructivo, a este respecto, referirse a los momentos centrales de su evolución.

Lejos de dar por sentado el presupuesto de un mecanismo histórico subyacente, el centro de la preocupación de Sorel es el tipo de cualidades morales que permite mantener a una sociedad unida y en proceso ascendente. De tal modo, las transformaciones sociales no son para él procesos cuya positividad esté garantizada, sino que están penetradas por la negatividad como uno de sus desenlaces posibles; a una forma de sociedad no se opone tan sólo otra, distinta y positiva destinada a reemplazarla, sino también una perspectiva muy diferente: la de su desintegración y decadencia, como fue el caso del mundo antiguo. Lo que atraerá a Sorel en el marxismo no es, por tanto, una teoría de la estructura necesaria del devenir histórico, sino la teoría de la formación de un nuevo agente —el proletariado— capaz de operar como fuerza aglutinante que reconstituya en torno a sí una forma más alta de civilización y detenga la declinación de la sociedad burguesa.

Esta dimensión del pensamiento de Sorel está presente desde un comienzo; pero en sus escritos anteriores a la controversia revisionista, aparece combinada con la aceptación de las tendencias del desarrollo capitalista tal cual las postulaba la ortodoxia. Respecto al marxismo ortodoxo, Sorel ha desplazado el terreno en un punto decisivo: el campo de las llamadas «leyes objetivas» ha perdido su carácter de sustrato racional de lo social y ha pasado a ser el conjunto de formas a través de las cuales una clase se constituye como fuerza dominante y se impone al resto de la sociedad.

La separación comienza en el momento en que, a partir del debate revisionista, Sorel aceptará en bloque las críticas de Bernstein y Croce al marxismo, pero para extraer de ellas conclusiones muy diversas. En primer término, como el futuro es imprevisible y depende de la lucha, la filosofía de Sorel será una filosofía de la acción y la voluntad. En segundo término, el nivel en que las fuerzas en lucha encuentran su unidad es el de un conjunto de imágenes o «figuras del lenguaje». Pero, en tercer término, la consolidación de esas clases como fuerzas históricas cimentadas por una «idea política» depende de su enfrentamiento con fuerzas opuestas. Su identidad, al dejar de estar fundada en un proceso de unificación infraestructural, pasa a depender de una escisión respecto a la clase capitalista, que sólo puede ser consumada en la lucha contra esta última.

Vemos, pues, el módulo de la evolución de Sorel: como todas las tendencias en lucha contra el quietismo de la ortodoxia, se ve obligado a desplazar al plano político el momento de la constitución de la unidad de la clase; pero como su ruptura con la categoría de «necesidad histórica» es mucho más radical que en otras tendencias, se ve obligado también a precisar más la naturaleza del vínculo que funda esa unidad política. Esto se ve aún más claramente cuando pasamos a la tercera etapa de su pensamiento. Sorel pasa a ser un enemigo decidido de la democracia; en realidad, ve en ella el principal responsable de esa fragmentación y dispersión de posiciones de sujeto con la que el marxismo se enfrentaba desde fines de siglo. Era necesario, a todo precio, volver a la escisión y reconstituir a la clase como sujeto unitario. La vía soreliana para lograrlo fue, como es sabido, el repudio de la lucha política y el mito sindicalista de la huelga general. La “huelga general” sindicalista es el único tipo de vínculo recompositivo que resta una vez que la lucha política ha sido descartada, y que se considera que la economía de los monopolios y del imperialismo sólo puede acentuar las tendencias disgregatorias.

Desde esta perspectiva, poco importa si la huelga general es realizable o no: su papel es el de un principio regulatorio que permita al proletariado pensar la mélange de las relaciones sociales como organizada en torno a una línea de demarcación clara; la categoría de totalidad, que ha sido eliminada en cuanto descripción objetiva de la realidad, es reintroducida como elemento mítico que funda la unidad de la conciencia obrera.

Para Sorel, por tanto, la posibilidad de una división dicotómica de la  sociedad  no  se  da  como  dato  de  la  estructura  social,  sino  como construcción al nivel de los «factores morales» de los enfrentamientos entre los grupos. Aquí nos encontramos, sin embargo, con el problema que hemos visto volver persistentemente en estas páginas: ¿por qué ese sujeto reconstituido política o míticamente tiene que ser un sujeto de clase? Con un agravante en el caso del sindicalismo revolucionario: mientras que en Rosa Luxemburg el carácter insuficiente de su ruptura con el economicismo había creado las condiciones de invisibilidad del doble vacío que se había constituido en su discurso, en el caso de Sorel la radicalidad misma de su antieconomicismo hace ese vacío plenamente visible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario